30/11/06

Escritura y verdad


Medardo Fraile.
Escritura y verdad. Cuentos completos.
Edición de Ángel Zapata.
Páginas de Espuma. Madrid, 2004.


Medardo Fraile “es un estilo, una respiración de la escritura”, señala Ángel Zapata en La ternura del nómada, el prólogo que ha escrito para esta Escritura y verdad, la recopilación de los cuentos completos del narrador madrileño que ha publicado Páginas de Espuma en una edición tan limpia y tan cuidada como los cuentos y el estilo de Fraile.

En esa introducción breve y certera a la poética del narrador, Ángel Zapata observa que, además de un estilo, Medardo Fraile es una excepción en el grupo de narradores del medio siglo, el grupo de los Aldecoa, Ferlosio, Martín Gaite o Fernández Santos. Formado, como ellos, en torno a la Facultad de Filosofía y Letras, a la cafetería sobre todo, de la Universidad de Madrid, integrado en aquel grupo de narradores que protegió Rodríguez Moñino en la Revista Española, la voz narrativa de Medardo Fraile es la de un disidente que practica una escritura interior de resonancias proustianas frente al neorrealismo y la mirada exterior y cinematográfica de aquellos años cincuenta.

Los cuentos de Medardo Fraile se alimentan de situaciones cotidianas transformadas en materia narrativa por la observación interpretativa del autor, que con una base argumental muy leve construye un mundo que en su aparente lirismo encubre un fondo amargo y pesimista atravesado por la melancolía y la nostalgia.

Autor consciente que ha reflexionado con agudeza y perplejidad sobre la técnica del relato y su misterio, Medardo Fraile es un estilista que no hace del estilo el centro de interés del cuento a la manera antinarrativa de Miró, otro de sus modelos. Sus relatos son algo más y algo menos que una historia, son relatos sin centro, escritura sin asunto que corre el peligro, felizmente salvado, de incurrir en Azorín.

Alguna vez ha señalado Fraile que los cuentos que más le gustan son los que no tienen argumento, aquellos en los que no pasa nada. Lo impreciso, lo abierto, el fragmento se convierten de esa manera en la sustancia narrativa de unos relatos que tienen tras su aparente sencillez un estilo muy trabajado y una capacidad de sugerir sin decir aprendida seguramente en Chejov y en Katherine Mansfield.

Publicados a lo largo de cincuenta años, los que transcurren entre Cuentos con algún amor (1954) y Años de aprendizaje (2004), estos cuentos completos, a los que se incorporan quince que no habían aparecido en ninguno de los libros anteriores, son la recopilación de toda una larga trayectoria dedicada al relato corto.

Bastarían un par de cuentos, como La muerte de Canalejas o El desván, para acreditar el talento de un escritor como Medardo Fraile, que diseña y pone en marcha, con el conocimiento del ingeniero y la soltura del artesano, ese mecanismo de precisión que es también un cuento.

Al frente de su primer libro, el narrador ponía una declaración de principios, una advertencia al lector: “No sé lo que es un cuento.”

Y desde los Cuentos completos que publicó Alianza en 1991, Medardo Fraile ha decidido cerrar todos sus libros con un texto muy significativo, que no habla ya del qué sino del cómo. Es un texto ajeno, el ejemplo XII de la Disciplina clericalis, de Pedro Alfonso: el cuento de las cabras y el río que aprovechó Cervantes en el Quijote. Un cuento final sin final.

Pocos entienden a un escritor de cuentos -declaraba Medardo Fraile no hace mucho, con esa ironía que él tiene-. Es como un señor que, nadie sabe por qué, se pone todos los días una americana estrecha en vez de meterse cómodamente en un macferlán. Para empezar, la gente cree que el cuento sólo tiene que ver con la infancia y le anima a uno a escribir novelas. Equiparar la literatura a la novela es pura ignorancia o estupidez. El escritor de relatos suele ser menos famoso y ganar menos dinero que otros literatos -aunque literato es una palabra que aborrezco- y, si escribe mejor que ellos, eso pasa también desapercibido. Quizás a cambio obtenga prestigio, satisfacción personal y el gusto de estar en rebeldía con su verdad a cuestas.

Santos Domínguez

28/11/06

Penumbra


Penumbra.
Antología crítica del cuento fantástico hispanoamericano del siglo XIX.
Edición y prólogo de Lola López Martín.
Rescatados Lengua de Trapo, 2006.


He aquí el origen de una de las líneas más características de la narrativa hispanoamericana contemporánea: una antología crítica del cuento fantástico hispanoamericano del siglo XIX. Una selección de relatos que publica Lengua de Trapo en su colección Rescatados.

Se titula Penumbra y la ha preparado Lola López Martín, que ha escrito el prólogo general y una introducción explicativa de cada autor y un breve análisis antes de cada cuento.

Desde el mismo instante del descubrimiento, incluso desde un poco antes, América es el territorio de la imaginación y El Dorado, de lo maravilloso y la fuente de la eterna juventud, el lugar de los mitos de la edad moderna, el espacio mágico que describieron los cronistas de Indias, cuya influencia en García Márquez no es una casualidad. En ese sustrato están las raíces del realismo mágico que se combinará con otras tradiciones precolombinas o de los esclavos negros que llegaron al Caribe en un mestizaje cultural que se proyecta con fuerza en la imaginación literaria hispanoamericana.

Varios siglos después, a la vez que los procesos de independencia, entre el comienzo irracionalista del Romanticismo y el final de siglo modernista que se afirma sobre las ruinas de la razón realista, el XIX fue pródigo en este tipo de relatos fantásticos que como Hoffmann y Poe inscriben lo maravilloso en el contexto de lo cotidiano y alcanzan su culminación canónica en Yzur, el famoso cuento de Leopoldo Lugones.

La primera ruptura conocida con los modelos racionalistas en América se documenta en Cuba en 1890: es el Raro ejemplo de un sonámbulo, un texto breve que contiene el germen de uno de los resortes de lo fantástico: la confusión del sueño y la vigilia.

EN NUEVA YORK soñó una persona que estaba cogiendo pájaros. Por la mañana al levantarse halló en su cama un nido entero de golondrinas. Las había cogido la noche pasada en las vigas de su casa, adonde subió por una escala muy alta. Los que estudian la historia del hombre pueden apuntar esta noticia para ayudarse en sus meditaciones.

No llega el texto, aunque se acerca, a la altura atrevida de la rosa de su coetáneo Coleridge, donde el poeta había escrito: Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que ha estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?

En 1791, ese tipo de confusiones producía ambigüedades y reservas patentes en títulos como el de la Carta verídica sobre un maravilloso fenómeno, el relato que cuenta la historia de un hombre menguante y anticipa las fantasías de los duendes y otros seres minúsculos.

El eclecticismo del Papel periódico, un diario de avisos donde la pérdida de una caja de carey o de un esclavo negro compartía espacio con el relato de sucesos fantásticos, extraños o curiosos, fue el que abrió el camino para esta literatura visionaria. Las magníficas ilustraciones que abren cada texto, tomadas de muy distintas fuentes, contribuyen de forma brillante a subrayar la imaginación plástica y las visiones sobrenaturales.

Lo misterioso, lo oculto, lo siniestro viven en estos cuentos en la zona secreta de sombra o de penumbra que confunde la ficción con la realidad y produce efectismos truculentos a los que era tan aficionada la febril sensibilidad romántica: hechicerías y lugares mágicos, estatuas con poderes y las alucinaciones monstruosas de la fiebre, novias de muertos y catalépticos, emparedados y otras hierbas maléficas.

Leyendas y ángeles caídos, cuadros mágicos y hombres artificiales, clarividencias y ocultismos, sensualidad y terror nutren estos textos, de brillante imaginería parnasiana, de algunos de los mejores prosistas hispanoamericanos del XIX: de Ricardo Palma a Rubén Darío, de Eduardo Wilde a Leopoldo Lugones.


Santos Domínguez

26/11/06

La elasticidad del acordeón


Llàtzer Moix.
Mundo Mendoza
.
Seix Barral. Barcelona, 2006.

No es una biografía de Eduardo Mendoza ni un estudio crítico de sus novelas, ni una reunión de conversaciones. Mundo Mendoza, el libro que publica Llàtzer Moix en la colección Los Tres Mundos de Seix Barral, es todo eso a la vez y por tanto es mucho más que la suma de esas partes.

Es una aproximación global al universo narrativo de Mendoza, a su mundo personal y a su círculo familiar, decisivo en su formación lectora, y a los años universitarios y el despertar político.

Es también el retrato coral de un escritor mestizo o paródico en temas y tonos. Un retrato elogioso de su obra y su personalidad hecho por sus amigos y compañeros de letras ( Azúa, Francisco Rico, Gimferrer, Marías, Cercas...) que hablan de su obra, de su desencantado humor, de su buena educación, de la importancia que tuvo como revitalizador de la novela interesante, con argumento, personajes e intriga. Eso es lo que representa Mendoza: la recuperación del público lector de novelas. Él fue uno de los novelistas que recuperaron el placer del narrador y reivindicaron la fiesta de la lectura.

Y un recorrido por los escenarios urbanos de una Barcelona heroína y mártir en un marco temporal que arranca desde el anarquismo de principios de siglo a la época espacial de un Gurb transustanciado en el cuerpo de Marta Sánchez.

Eduardo Mendoza ha construido sus novelas bajo la influencia de lo mejor de la novela mundial, de Cervantes a Dickens, de la picaresca a Dostoievski, de Tolstoi a Baroja, y ha encontrado una voz personal inconfundible que suscita la admiración generalizada de los lectores y, lo que es más raro y meritorio, de sus compañeros de fatigas en la novela. Quizá sea él su crítico más duro, el más distante de sus lectores:

Se me va la vida intentando escribir una novela y, como no me sale, hago otra y la publico.

La elasticidad del acordeón que Mendoza aprende en Guerra y Paz es una de las claves de su novelística y está presente, con su peculiar mezcla de tonos y prosas, desde su primer libro hasta Mauricio o las elecciones primarias, en todas sus novelas, incluso en las que se entienden como menores. Ese collage de voces, de temas y de enfoques es uno de los atractivos de la narrativa del autor. Por eso sus novelas más flojas son las monocordes (La visión del Archiduque y El último trayecto de Horacio Dos).

Eduardo Mendoza representa en la novela lo que Woody Allen en el cine: el sentido artístico de la parodia. Ni en un caso ni en otro se trata de la destructiva parodia clásica, sino de una forma moderna de parodia que tiene mucho de homenaje y de admiración.

Mundo Mendoza es también un análisis certero de la arquitectura de cada texto de Mendoza, sin encumbramiento, pero con la lucidez agradecida del lector que ha disfrutado de estas obras, de sus personajes, de su constante sátira del poder.

Un recorrido que acaba con una visita al hábitat literario y al ámbito doméstico, al taller de los prodigios del escritor y al patio, tan particular, de la escritura y de los escritores.

Escrito con la agilidad de un estilo expresivo y directo, Mundo Mendoza es una invitación a entrar en el mundo y en la obra de Eduardo Mendoza, una invitación a la lectura.

Estoy convencido de que esa es la forma más saludable de hacer crítica literaria.

Santos Domínguez

24/11/06

Perez-Reverte, articulista semanal


Arturo Pérez-Reverte
Con ánimo de ofender (Artículos 1998-2001).
No me cogeréis vivo (Artículos 2001-2005)

Punto de lectura. Madrid, 2006.


Casi simultáneamente se publican en Punto de lectura Con ánimo de ofender (1998-2001) y No me cogeréis vivo (2001-2005) dos tomos que, sumados a Patente de corso (1993-1998), recogen una selección de los artículos que Arturo Pérez-Reverte viene publicando en El semanal.

De la selección se ha ocupado José Luis Martín Nogales, que ha escrito sendos prólogos (Testigo del siglo y La coherencia del huracán) para la edición en libro de estos textos. Unos textos que contienen una referencia constante a lo cotidiano, están escritos en un tono directo y provocador, con expresividad coloquial y voluntad de reflejar la vida real, con el enfoque combativo del reportero de guerra.

Otras veces, cuando el tema lo aconseja o la actitud lo permite, aparece la voluntad de estilo, la prosa bien trabajada, la calidad de página. Porque, para desdicha de estrechos y exquisitos, para ruina de porteras del Parnaso o de la rue del percebe (¿se enterarán algún día de que la calle no es suya?), hay en Pérez-Reverte como en su muy admirado Quevedo, como en Valle-Inclán, un desgarrón afectivo y estilístico que le permite mostrar la compleja realidad del mundo y de las personas, capaces siempre de lo peor y de lo mejor.

Y es que así es la vida, esa rara mezcla, esa confusión de humores y de injusticias ante las que el autor reacciona con un quijotismo recalcitrante que le empuja a enfrentarse con gigantes y molinos, a despreciar por igual a Fernando VII y a los mangantes, y a compadecerse de los desgraciados y de los débiles en una postura que no anda muy lejana de la que, con idéntico pudor, mantenía Baroja.

De algo parecido a la barojiana lucha por la vida trata El rezagado, uno de los mejores textos de estas dos recopilaciones. Es el último artículo del año 2000 y tiene como protagonista a un ave que se ha quedado atrás en el camino hacia el Estrecho:

La bandada está demasiado lejos, y él ya sabe que no la alcanzará nunca. Aleteando casi a ras del agua, con las últimas fuerzas, el ave comprende que la inmensa bandada oscura volverá a pasar por ese mismo lugar hacia el norte, cuando llegue la primavera, y que la historia se repetirá año tras año, hasta el final de los tiempos. Habrá otras primaveras y otros veranos hermosos, idénticos a los que él conoció. Es la ley, se dice. Líderes y jóvenes vigorosos, arrogantes, que un día, como él ahora, aletearán desesperadamente por sus vidas. Y mientras recorre los últimos metros, resignado, exhausto, el rezagado sonríe, y recuerda.

Pérez-Reverte mantiene, desde que empezó a publicar estos artículos semanales, la actitud del francotirador de juicio independiente y peleón, desde el primero de los artículos de estas dos entregas, Casas Viejas, donde denuncia la persistencia de una lamentable España, eterna y peligrosa:

España ruin, profesionales de la demagogia, del titular de periódico y de los trenes baratos, siempre dispuestos a calentarse las manos en cualquier hoguera donde ardan otros. No hace falta remontarse a 1933 para echarse tal gentuza a la cara.

Muestra el articulista en estos textos su capacidad para el uso de la palabra más agresiva, pero también para la mayor ternura. Así termina El niño del tren, el último texto de No me cogeréis vivo:

Al fin llegamos a la estación de Atocha, el niño cogió su mochililla, se puso en pie, nos dirigió otra sonrisa, dijo buenas tardes y salió del vagón. Caminando detrás lo vi irse ligero por el andén, hacia la salida donde lo esperaban. Eso fue todo. Y nada más que eso, fíjense. Un niño normal, como dije. Un niño correcto, educado. Un niño de toda la vida, nada extraordinario para figurar en los anales de la infancia española. Pero cuando caiga el Diluvio, pensé, cuando llegue el apagón informático o lo que se tercie ahora, cuando llueva fuego del cielo y nos mande a todos a tomar por saco, como merecemos por infames, por groseros y por tontos del haba, espero de todo corazón que este chico se salve. Les doy mi palabra de que eso fue exactamente lo que pensé viendo al niño alejarse. Y con suerte, deseé, que se encuentre en alguna parte con aquella niña del pelo corto de la que les hablé hace unos meses: la que leía un libro, obstinada y solitaria, en el patio del recreo, mientras las otras niñas movían el culo jugando a ser ganadoras de Operación Triunfo.

Tienen la mayoría de estos textos un carácter mestizo entre el artículo y el relato. El carácter narrativo de muchos de estos artículos, más que en su tema, en su tono o en su enfoque, reside en el hecho de que la primera persona que los cuenta no es exactamente la primera persona que los escribe, los firma y los cobra, sino un personaje que, aunque no lo diga nunca, también se llama Arturo Pérez-Reverte.

Todo un personaje.

Santos Domínguez

23/11/06

Los signos




Karin Johannisson.
Los signos.
El médico y el arte de la lectura del cuerpo.
Melusina. Barcelona, 2006.

La semiología del cuerpo enfermo, la interpretación de los signos y los síntomas es el objetivo de Los signos, el ensayo en el que la profesora Karin Johannisson analiza la historia del encuentro entre el médico y el enfermo. Éste es un libro acerca de las maneras que el médico emplea para aproximarse al cuerpo, es decir, un estudio de la historia del examen médico.

Esos rituales de la lectura del cuerpo, que son el punto de partida obligado de toda práctica médica, no figuran en la historia de la medicina. Y ése es el propósito de este brillante ensayo: analizar la manera en la que el cuerpo se formaliza en los exámenes médicos en un recorrido que, desde principios del siglo XIX hasta mediados del XX, fija la arqueología de la mirada médica y el conjunto de síntomas, signos, enfermedades y tentaciones prohibidas que esa mirada convoca en su escrutinio.

Factores todos ellos que se agrupan en la mirada clínica y se complementa con el ejercicio de otros sentidos importantes para realizar un diagnóstico: el oído, el tacto o el olfato para escrutar la relación entre el interior del cuerpo y las manifestaciones exteriores que constituyen su sintomatología.

Los signos es pues un tratado de miradas y tocamientos, de la representación, entre mitos y fantasías culturales, de los modos en que el interior del cuerpo se manifiesta en los signos exteriores. Se trata de una aportación muy interesante desde una perspectiva inédita a la historia de la medicina y de la práctica clínica que aborda también los límites del análisis: lo prohibido, lo amenazante, lo repulsivo o lo obsceno.

Karin Johannisson, profesora de historia de las ideas y del conocimiento en la Universidad de Uppsala, Suecia, especialista en historia de la medicina, señala que la mirada del médico sobre el cuerpo desnudo, dispuesta a revelar verdades escondidas, es una mirada que fuera del ámbito científico sería perversa.

El cuerpo del enfermo es un sistema de signos que el médico lee a través del suyo propio. Por eso este relato comienza antes de la modernidad, con una enumeración de los signos y la importancia del tacto y el contacto en los diagnósticos, se plantea la importancia gestual del cuerpo del médico, que además de unos modales y una determinada etiqueta, debe demostrar impasibilidad profesional. de sus gestos y su mímica y delicadeza en los contctos visuales y táctiles, siempre tan proclives a a intimidad y el deseo, a la mugre y al asco.

Al interior del cuerpo se accede con lecturas que no sólo hace la vista, sino el tacto, el oído, el gusto o el olfato. Porque, como dice la autora, “la técnica de diagnóstico consiste en dejar que el paciente hable a través de las señales internas del cuerpo, un lenguaje previo al verbal, y escuchar esa lengua a través de los propios sentidos.”

Mientras que las lecturas exteriores se centran en los rostros, en los tipos, en las constituciones y en signos como el pulso, el color y el aliento, la sangre y otras efusiones, la tos, el hipo y los suspiros, o la mímica expresiva del rostro doliente.

Esas actividades clínicas exploran signos y aportan datos objetivos que conducen al médico a la verdadera naturaleza de la enfermedad, aunque no siempre es fácil precisar la frontera entre síntoma y signo:

“El signo es la expresión de la enfermedad tal y como la registra el médico. Mientras que el síntoma es, el signo señala algo más allá de sí mismo. Expresa algo. Para averiguar la enfermedad, los síntomas tienen que transformarse en signos (hallazgos) a través de una actividad paralela, una mirada que busca, interpreta y clasifica. Ésta es la mirada clínica. Fuerza un nuevo tipo de relación con el cuerpo, nuevas técnicas que lo vuelven legible debajo de la piel, más allá del yo.”

Los signos es un libro inquietante y prodigioso que acaba de publicar la editorial Melusina, todo un tratado sobre las limitaciones humanas que va más allá de la fisiología para profundizar en el interior del ser humano, a veces con la pericia narrativa que hay en los Intermezzi que rematan cada capítulo, episodios que relatan las distintas variantes de los encuentros entre el médico y el paciente y las reacciones enfermizas de algunas de esas personas. El despliegue de impresionantes fotografías del siglo XIX y comienzos del XX completan una intrahistoria del dolor, el sufrimiento y la muerte.

Luis E. Aldave

22/11/06

La vida perra de Juanita Narboni


Ángel Vázquez.
La vida perra de Juanita Narboni.
Edición de Virginia Trueba.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2005.

1962, que fue un año decisivo en el desarrollo y la reorientación de la novela española contemporánea, por la publicación de Tiempo de silencio y la concesión del Biblioteca Breve a La ciudad y los perros, pudo haber sido también un año decisivo para la carrera literaria de Ángel Vázquez.

Pudo, subrayo, porque con Ángel Vázquez (1929-1980) todo es impredecible y extraño. Hasta la forma de ganar el Planeta ese año con Se enciende y se apaga una luz, por descalificación de la novela que había ganado en principio. Cuando le dieron el premio, Ángel Vázquez sobrevivía en Casablanca en una pensión de mala muerte en donde había ocultado su insolvencia haciendo creer que salía todas las mañanas a trabajar como oficinista. Quien le comunicó la noticia ha contado que encontró al novelista vagabundeando y mordisqueando un bocadillo.

Él mismo contó alguna vez que escribió aquella novela en Tánger a base de infusiones de whisky y tintorro, tan a contrapelo como todo en su vida. Más allá de las poses y de los diletantes, quizá haya sido el último escritor verdaderamente maldito de la literatura española, como señaló José Antonio Gabriel y Galán cuando denunció el olvido injusto de su obra.

Escritor fuera de nómina se le ha llamado alguna vez, un escritor marginal que nació en 1929 en esa tierra de nadie que fue Tánger desde la conferencia de Algeciras hasta la independencia de Marruecos, una ciudad internacional con un estatuto especial en la que pensó Curtiz cuando rodó Casablanca, que es más Tánger que Casablanca.

Su originalidad debe mucho a su origen. Tuvo una infancia complicada y traumática, fue empleado de sucesivas precariedades, autodidacta de sólida formación literaria, con una afición cada vez más adictiva al alcohol y su situación económica se hizo más difícil a medida que Tánger se convertía en una ciudad marroquí.

En 1965, después de la muerte de su madre, se traslada a España, publica su mejor novela, La vida perra de Juanita Narboni en 1976 y muere el 25 de febrero de 1980 de un ataque al corazón.

Despectivo consigo mismo y con su escritura, exigente hasta el límite del rechazo, un rato antes de morir había estado quemando dos novelas que no había conseguido terminar y que sus amigos tienen por lo mejor que había escrito.

Marginal por vocación y por destino, escritor a contracorriente e inclasificable, la literatura fue para él una forma de defenderse de las injurias de la vida. Era, lo decía el mismo, la evasión del prisionero, no la huida del desertor, y se instalaba más que en la tradición española, en la narrativa francesa o inglesa y en las novelas y relatos de Virginia Woolf, Katherine Mansfield o Chejov.

Indefinible como la ciudad en la que nació y vivió hasta 1965, en Tánger fue amigo de los Bowles, especialmente de Jane, que profetizó que Ángel Vázquez escribiría algún día una obra irrepetible. Esa obra es La vida perra de Juanita Narboni, que recuperó Cátedra Letras Hispánicas hace pocos años, con un extenso prólogo y notas esclarecedoras de Virginia Trueba. Ahora se publica la segunda edición de esa novela intensa y sorprendente, escrita bajo la influencia de sustrato de la memoria y la yaquetía, el castellano popular y mestizo que se hablaba en Tánger.

Ardua y discontinua en su redacción, brillante en su resultado final, La vida perra de Juanita Narboni es la novela de Tánger, de su protagonista-narradora femenina, que muere cuando muere Tánger, y del lenguaje con el que se expresa en un soliloquio desgarrado más que en un monólogo interior. Esos tres elementos se funden en la única voz que habla en la novela, el mejor monólogo (la calificación, creo, es de Conte) de la literatura española contemporánea. El monólogo crispado de una mujer que da rienda suelta en él a su amargura y a su fracaso, el soliloquio de una mujer disparatada como la ciudad declinante en la que sobrevive a su propia ruina:

Cada día me cuesta más trabajo ponerme las medias. Si tuviera ocasión y pudiera ir a Madrid, me compraría un abriguito de entretiempo. Estas cosas, indudablemente, son michelines. ¡Tócate bien, Juani! Michelines... ¡Quién te lo iba a decir! Yo que siempre creí que eso era un anuncio. ¡Y pensar que aún no hace diez años yo era una mujer delgada! Delgada, delgadísima. «Patas de alambre» me llamaban las niñas en la escuela. Sobre todo aquella hija de puta de la nieta de Madame Naudy. ¡Bien muerta está! Echo de menos los altavoces. Con este levante no creo que aparezca nadie por aquí. ¿Qué habrá sido de Rina Ketty? Cantaba «Sombreros y mantillas» de morir. Ése es el hijo de Cecilia. Parece mentira. ¡Y pensar que lo he visto nacer! Una prenda. Que Dios se lo conserve. Dicen que nada mejor que un delfín. ¡Qué guapo es! No se parece mucho a Cecilia, y para nada a Rodolfo. La Virgen del Carmen quiera que a Ricardito Atalaya no se le ocurra equivocarse de bandera. Y, ahora, este tonto viene a echarme. Si te conozco, niño. Tú eres el hijo de Isabel, aquella criada que mamá se trajo de Cartagena. Estuvo un tiempo sirviendo en casa y luego nos la quitó María Benet. No. No voy a comer, ni muchísimo menos. Con lo que cuesta aquí el cubierto yo tengo para una semana. Le preguntaré por la madre. Como la que no quiere la cosa. Eso le desconcertará. Lo que yo decía. Se ha quedado de piedra. ¡Cómo sonríe el cabrón! Me alegro de que Isabel esté bien, y que hayan puesto un chiringuito en Algeciras. ¡Claro que soy la señorita Narboni! Nada de por casualidad... Juani Narboni, para que te enteres.


Me entero. Un personaje inolvidable y una lectura imprescindible.
Santos Domínguez

21/11/06

La actualidad del 98



Jesús Torrecilla.

La actualidad literaria de la generación del 98.
Editora Regional de Extremadura. Mérida, 2006.

Se esperaba el lector un libro más sobre el 98, un ensayo convencional, pero desde las primeras líneas, La actualidad literaria de la generación del 98, el ensayo de Jesús Torrecilla que publica la Editora Regional de Extremadura en su colección Ensayos literarios, le deja perplejo:

Para el español de principios del siglo XXI que tiene una criada filipina y se va de compras a Nueva York o de vacaciones a Cuba, los sucesos de 1898 no pasan de ser un recuerdo lejano, cuando no una anécdota curiosa y hasta cierto punto impertinente. Como quien experimenta un repentino cambio de fortuna y sonríe incómodo cuando se encuentra a algún viejo conocido que le recuerda sus estrecheces de otros tiempos, los españoles nos avergonzamos de nuestro pasado o, peor aún, pretendemos ignorarlo.

Ese es el punto de partida, no sé si deliberadamente provocador o cabalmente desorientado, de un conjunto de artículos que intentan desmentir el contexto europeo del 98 y denuncian el intento de reescribir aquel momento y de integrar en un horizonte transpirenaico un movimiento literario que defendió lo castizo, la tradición intrahistórica.

Jesús Torrecilla es profesor en EE. UU., narrador y ensayista. Se ha ocupado en sus libros de la España exótica y la formación de la identidad española moderna, del significado del 98 en el siglo XXI, de Europa como utopía y como amenaza en la literatura española o de los conflictos entre modernidad y autenticidad, un eufemismo de la tradición, en la literatura española desde la Ilustración.

Y eso es lo que hay en el fondo de este ensayo: una reflexión crítica sobre el mismo concepto de modernidad, como indica el subtítulo, y sobre la conciencia europea de aquel complicado final de siglo en España.

Una literatura escrita por seres tan problemáticos, tan cambiantes y contradictorios como los que integran la nómina tradicional del 98 tenía que suscitar necesariamente opiniones encontradas, polémicas y hasta contradicciones en el analista. Con Azorín, Baroja o Unamuno se puede defender una cosa y la contraria. Y documentarlas con citas literales.

Pero, con todas las salvedades que se quieran aportar, parece innegable que los modelos ideológicos y estéticos de aquel movimiento eran europeos. ¿Qué hubieran sido Unamuno sin Kierkegaard, Baroja sin Schopenhauer o Azorín sin Nietzsche? Poco o casi nada.

Y aun haciendo un esfuerzo para incorporar a la nómina del 98 a Valle o a Machado, ¿no están los modelos del primero en la literatura francesa de Barbey d'Aurevilly? ¿No es Machado un poeta simbolista, mucho más allá de Soledades o en Baeza?

En el ataque a los ultraístas con el que Max Estrella funda su reivindicación de Goya como el padre del esperpentismo, ¿hay un ataque a Europa? ¿No es una reivindicación de la modernidad europea hacerle decir al mismo personaje que España es una deformación grotesca de la civilización europea?

Lleva uno muchos días dándole vueltas a este libro chocante de apenas cien páginas que le llenan de desasosiego y le hacen ir y volver sobre sus páginas y replantearse muchas cosas. Por ejemplo, la poca necesidad que tiene de complicarse la vida con una reseña de este libro. Por ejemplo el concepto mismo de generación del 98, que aquí se da por admitido y que uno daba por superado desde hace décadas y refugiado ya sólo en la pereza de los manuales de bachillerato y de las programaciones de selectividad.

Yo, francamente, tengo muchas dudas de que Ricardo Gullón obedeciera a ese impulso de reescribir la historia literaria para integrarla en su contexto europeo cuando situaba el 98 como una dirección del Modernismo y a este último como manifestación hispánica de la crisis general de aquel fin de siglo.

Y para decir toda la verdad, tengo todavía más dudas acerca del mismo concepto del 98, no sé si una invención vanidosa de Azorín o una más de sus muchas simplezas. En todo caso, la creación desafortunada de un bosque imaginario que no nos deja ver los árboles.

Y es que la perspectiva acaba por ser determinante. Por ejemplo, no me parece demasiado certera la imagen del español de comienzos del siglo XXI que se expresa en ese primer párrafo. Será problema mío, pero desde aquí dentro no se ven así las cosas.

Puede que en la distancia, espacial o temporal, se vean de otra manera y que ese efecto separe las perspectivas del autor y de este lector, que llega con la misma perplejidad del comienzo a las frases finales del libro:

Es moderno el que tiene la capacidad o la fuerza para definir lo que es la modernidad, no el que disfruta de sus ventajas. En este sentido, parece evidente que continúan existiendo en Europa distintos grados de avance y distintos niveles de fuerza. Claro que no dejaría asimismo de ser una cruel paradoja que, cuando comenzamos a compartir un espacio común europeo, tal vez Europa en su conjunto esté dejando ( o haya dejado) de ser plenamente moderna.

Cierra el lector el libro, espera que por última vez, y se queda cavilando porque no está seguro de que no se le esté hablando, entre líneas y con óptica transatlántica, de la vieja Europa.

Contra lo que pueda parecer a primera vista, quizá sea esa agitación la mejor virtud de un ensayo como este, no más parcial, no menos hijo de su tiempo, aunque sí más provocador, que otros considerados clásicos ya.

Se agradecen en el fondo, aunque no se compartan, estos planteamientos .


Santos Domínguez

19/11/06

Diez grandes novelas y sus autores


William Somerset Maugham.
Diez grandes novelas y sus autores.
Traducción de Fabián Chueca.
Tusquets. Fábula. Barcelona, 2006.


Hace dos años, la editorial Tusquets publicaba en su colección Marginales este Diez grandes novelas y sus autores, de Somerset Maugham que se reedita ahora en Fábula, el formato de bolsillo de la editorial.

A finales de los años cuarenta, el director de la revista literaria norteamericana Redbook pidió al escritor británico William Somerset Maugham, un novelista con prestigio y popularidad, que elaborase una lista de las diez mejores novelas de la literatura universal. La lista fue, como todas las de este tipo, arbitraria y discutible, pero estaba llena de sugerencias y posibilidades. Tantas, que la propuesta provocó poco después una nueva invitación de la que en 1954 surgió este libro: los doce ensayos memorables sobre el arte de la ficción, sus obras más representativas y sus autores.

El volumen se encomienda a dos citas iniciales que orientan el enfoque de los artículos:

Siempre me han gustado las correspondencias, las conversaciones, los pensamientos, todos los pormenores del carácter, de las costumbres, en una palabra, de la biografía de los grandes escritores. (Saint-Beuve)

La primera condición de una novela es que interese. Ahora bien, para que así sea, hay que ilusionar al lector hasta tal punto que pueda creer que lo que se le cuenta ha sucedido de verdad. (
Balzac)

La biografía como literatura y la novela como documento, en resumen. Y es muy interesante que un novelista como Somerset Maugham cuente la vida de otros novelistas (Jane Austen, Stendhal, Dickens...) como si fuese una novela y las novelas (Tom Jones, Moby Dick, Guerra y paz...) como si él mismo hubiese sido testigo de los hechos.

Cuando Flaubert declaraba que Mme. Bovary era él, le estaba dando a Somerset Maugham una pista que aprovecha con brillantez en este libro, que es lo que suele ser la crítica anglosajona, una invitación a la lectura y no una demostración de superioridad, una reivindicación del placer de leer novelas:

Las personas sensatas no leen una novela como si fuera una obligación. Las leen para divertirse.

Ese enfoque, y el valor añadido de la sutil inteligencia del autor de El filo de la navaja, hacen que este libro, que quizá no es imprescindible, sea una lectura muy recomendable y una nueva excusa para visitar otra vez la novela clásica del XIX.

El análisis rememorativo de las diez novelas (que podrían haber sido otras, claro) y de la personalidad de sus autores va enmarcado entre dos capítulos, uno inicial y otro final, sobre el arte de la ficción y su práctica.

El primero es un intenso tratado sobre el oficio de narrar y su técnica en el que Somerset Maugham, con la pericia de quien es un solvente narrador, aborda cuestiones como el punto de vista, los métodos de construcción del personaje o los diálogos.

El último texto es un puro ejercicio narrativo lleno de inteligencia e ironía. En él, el ensayista- narrador convoca a los diez novelistas a una fiesta en su casa y les deja moverse con la discreción elegante de un buen anfitrión.

Es la fiesta de la lectura a la que está invitado todo lector de novelas. Una reunión de escritores y de conversaciones que vale más que muchos tratados soporíferos sobre el oficio de escribir y el de leer.

Santos Domínguez

18/11/06

Corimbo. Elegía de Medina Azahara



Ricardo Molina.
Corimbo. Elegía de Medina Azahara.
Ediciones Linteo. Orense, 2001.



Pese a su muerte prematura, sobrevenida en lo mejor de su edad poética, Ricardo Molina (1917-1968) ocupa un lugar relevante en la poesía española de los últimos cincuenta años. Fue, con Pablo García Baena y Juan Bernier, fundador del grupo Cántico que enlazó con la mejor tradición del 27 en unos años oscuros y difíciles y abrió una tercera vía, la de mayor calidad, frente a la poesía oficial y meliflua de los garcilasistas y la poesía rabiosa de Espadaña. Basta repasar la poesía de los autores de aquel tiempo para entender que por estos textos el tiempo ha pasado sin hacer los estragos que han sufrido los poetas arraigados y los desarraigados.

No hace mucho tiempo, Pablo García Baena me contaba, con la emoción de siempre en el recuerdo del amigo muerto, las razones de aquella desaparición, el agotamiento de su corazón cansado por el esfuerzo de unas oposiciones a cátedras de Instituto. Dejaba dos libros preparados para la imprenta (Psalmos y Homenaje) y la herencia de algunos de los poemas de belleza más serena y desgarrada de los que se escribieron en España desde 1945: las Elegías de Sandua (1948), Corimbo, que ganó el Adonais al año siguiente, o, tras un largo silencio decepcionado, la Elegía de Medina Azahara, de 1957.

Ediciones Linteo ha recogido estos dos libros en un volumen editado con exquisito gusto y sobriedad. Con una introducción de Carlos Clementson, experto en Ricardo Molina, y dibujos de Ginés Liébana, el pintor del grupo, se recuperan también como pórtico las emocionadas palabras del texto (Adiós, Ricardo) que escribió Dámaso Alonso con motivo de la muerte del poeta cordobés.

Con su título vegetal que alude a la concepción unitaria del libro y a la integración inflorescente de los poemas, Corimbo reúne textos escritos entre 1945 y 1949, cinco años decisivos en la modulación de la voz poética de su autor. Más desgarradamente que en García Baena, hay en el Ricardo Molina de Corimbo una tensión sostenida entre religiosidad y paganismo, entre vitalismo y espiritualidad, entre el erotismo dionisiaco de las secciones La mirada virgen o El misterioso amante, y el recogimiento penitencial cristiano de la última parte del libro, Los fuegos solitarios.

El mundo interior y el exterior, la inteligencia y los sentidos, la exaltación vitalista del instante y la conciencia elegiaca del tiempo confluyen en este libro confesional y de cuidada y lenta dicción en el que el poeta percibe que

la sabiduría está en saber poco como el ruiseñor.

Después de Corimbo, Ricardo Molina tuvo que hacer su personal travesía del desierto. Algún que otro enredo en los ambientes literarios nacionales y el silencio elocuente o la incomprensión provocaron en el poeta una decepción que le mantuvo callado hasta que en 1957 publica Elegía de Medina Azahara, una meditación del tiempo y de las ruinas, un libro de fluencias y confluencias en el que el verso se ha estilizado para evocar la destrucción de aquella residencia que era la capital del refinamiento y es ahora una metáfora del paraíso perdido, de la belleza fugaz de los jardines y la música de las fuentes, quizá también de la voz poética perdida, como al final de Atardecer:

Música y pena teje el ruiseñor oscuro. Y alguien, para quien es luz y dolor la vida, queda en la noche oyéndolo inmóvil, solo, mudo.

Feliz recuperación editorial de dos libros delicados y admirables. Feliz quien lea esta altísima poesía que sigue destilando su esencia de belleza inmune al tiempo.

Santos Domínguez

17/11/06

La reina de corazones


Wilkie Collins.
La reina de corazones.
Traducción de Gabriela Díaz.
Grandes Clásicos Funambulista.
Madrid, 2006.


La colección Grandes Clásicos Funambulista llega a su tercera entrega con la edición de La reina de corazones, un libro inédito en español de Wilkie Collins (1824-1889), el novelista amigo y colaborador de Dickens, con quien escribió en colaboración textos como la novela corta Los perezosos.

Opiómano ingenioso y doblemente amancebado, Wilkie Collins es el creador de la novela de detectives con La piedra lunar, elogiada por T.S. Eliot, que señalaba que no hay novelista contemporáneo que no pueda aprender de Collins el arte de interesar y emocionar al lector.

Si La dama de blanco (1860), una novela de intriga, era un mosaico de voces narrativas, el experimento de La reina de corazones (1859) consiste en integrar diez relatos de diez narradores distintos, en un diseño que los englobe con coherencia estructural en un modelo de muñecas rusas como Las 1001 noches, El Decamerón o de retahílas de cuentos como El Conde Lucanor.

Novela de novelas, repertorio de relatos organizados como cajas chinas, La reina de corazones es una de esas manifestaciones de habilidad, virtuosismo y oficio que tan frecuentes son en su literatura.

El planteamiento es sencillo y permite que las piezas se vayan encajando. Tres hermanos viejos, altos y solitarios, viven aislados en un castillo, The Glen Tower, al sur de Gales. Dos de ellos, un párroco y un médico, son solteros; el tercero, Griffith, el más joven, es abogado y viudo, escritor y albacea de una muchacha huérfana, Jessie, que pasa unas semanas con ellos y a la que debe retener diez días hasta que regrese su hijo.

Si Sherezade se jugaba cada noche la vida con sus relatos, los tres ancianos, que han vuelto a la vida con su huésped, se juegan, quizá sin saberlo, la resurrección, porque vuelven a vivir en cada uno de esos relatos que inventan. También por eso retienen a la muchacha contándole una historia diferente cada noche:

Supongo -dice la muchacha- que no estará tendiéndome una trampa. ¿No será esto una treta de tres astutos caballeros viejos para retenerme, verdad?
Desfallecí interiormente -confiesa el narrador principal, uno de los hermanos- cuando sus labios pronunciaron esa suposición tan cercana a la verdad.

Ese es el pretexto para los tres hermanos, pero es también el procedimiento para que el autor enhebre las diez narraciones, los diez ejercicios de ingenio en diez jornadas - como en Boccaccio- que abordan diversas modalidades, desde el relato de misterio al folletín, pasando por el cuento moral o humorístico, en una demostración de talento que llevó a Borges a definirle como el maestro de la vicisitud, de la patética zozobra y de los desenlaces imprevisibles.

Porque el lector tiene ante este libro la sospecha de que la novela se ha fabricado para incorporar en ese molde los diez relatos que Collins debía de tener escritos. Y, sorprendentemente, el truco, el recurso, la historia que une los diez cuentos en un Tomo Púrpura, acaba funcionando como un mecanismo de asombrosa precisión. Las figuras de esos tres viejos, que en principio no tenían más sentido que el de engarzar artificiosamente un material preexistente, acaban adueñándose del libro y ganándose la condición de inolvidables.

Si a eso se le añade la fluidez con la que se van sucediendo los hechos y los episodios se entenderá que el lector recorra esas páginas con interés y diversión. Wilkie Collins, admitámoslo si hace falta, es más un artesano que un artista de genio. En todo caso, es un artesano con mucho oficio y con momentos muy brillantes en sus veintiséis novelas y el medio centenar de relatos que compuso en su vida con la impagable ayuda del láudano, que le producía alucinaciones que inspiraron El loco Monkton, una de las diez historias de La reina de corazones.

Wilkie Collins es un novelista que disfruta contando historias por contarlas. Lo explica a través de esa víctima gozosa de los cuentos que es la señorita Jessie:

Me ponen enferma los arranques de elocuencia, la filantropía con amplitud de miras, las descripciones gráficas, la pródiga anatomía del corazón humano y todo ese tipo de cosas. Por Dios Santo, ¿no es la intención o el objetivo original (...) de una obra de ficción el distinguirse claramente de todo lo demás porque está contando una historia? ¿Y cuántos de estos libros, me gustaría saber, lo hacen? Porque, en lo que se refiere a contar una historia, la mayor parte de ellos podrían ser lo mismo sermones que novelas. ¡Madre mía! Lo que yo quiero es algo que logre captar mi interés, que me haga olvidar que ya es la hora de vestirse para la cena; algo que me haga leer, leer y leer, sin respiración, hasta llegar a descubrir el final.

Todo un manifiesto, como se ve, a favor de la diversión y del gusto por contar y por leer en plena época victoriana. Diversión que tiene asegurada quien se acerque a este libro para disfrutar del viejo placer y la vieja emoción de leer narraciones como la de la muchacha que defiende la Casa Negra del asedio de unos ladrones ruidosos e ineficientes que parecen los bisabuelos de los que hacen el ridículo en Solo en casa.

O la conmovedora historia del tío George, un cadáver en el armario familiar. O la de la mujer del sueño, rubia y con cuchillo de terror profético que anuncia siete años antes el día y la hora de un asesinato.

La inquietante peripecia, novela corta más que cuento, del loco Monkton, con misterios tardorrománticos, apariciones y secretos. Un relato que podría haber escrito el mejor Poe.

Mientras permanece abducido y retenido, él también, por los tres ancianos contadores de cuentos, tiene el lector la impresión de que muchas de estas escenas las ha visto en películas de los años 40 y 50, cuando los guionistas entraron a saco en este material narrativo de portentosa fuerza visual, como La mano muerta, una historia -todavía- espeluznante y que deja al lector cavilando en medio del escalofrío. O el relato del párroco que se casa con una falsa viuda que oculta un pasado vidrioso.

Los informes policiales con los que se construye El cazador cazado anticipan, en la figura de un descerebrado aprendiz de detective, la grotesca ineficacia del inspector Clouseau.

Para lectores desganados o escépticos, esta es la mejor fórmula magistral.
Santos Domínguez

16/11/06

Che Guevara. Una vida revolucionaria


Jon Lee Anderson.
Che Guevara. Una vida revolucionaria.
Traducción de Daniel Zadunaisky y Susana Pellicer.
Crónicas Anagrama. Barcelona, 2006.


Cuando en 1997 se cumplían treinta años de la muerte de uno de los iconos representativos del siglo XX, Ernesto Che Guevara, se editó en EE. UU. por Grove Press esta monumental y seguramente definitiva biografía cuya traducción al español publica la editorial Anagrama en su colección Crónicas, en un grueso tomo de formato amplio.

La escribió Jon Lee Anderson, un riguroso reportero que ya se había interesado hace años por la guerrilla latinoamericana y que el año pasado obtuvo el premio Reporteros del Mundo por La caída de Bagdad, que publicó también Anagrama.

Este libro tiene su origen en la revelación de un general retirado del ejército boliviano, que en 1995 le confesó al autor de esta obra su oscuro papel en el entierro secreto, en la ocultación del cadáver del revolucionario cubano-argentino.

A lo largo de sus casi ochocientas apretadísimas páginas, se desarrolla esta biografía documentada y minuciosa, que Lee Anderson ha escrito con sostenido pulso cronístico y creciente apasionamiento hacia la figura admirable de aquel idealista cercano y hermético a la vez.

¿Qué impulsa a un hombre como Guevara, perteneciente a la alta sociedad argentina, primogénito de acomodada familia, médico y con un físico irresistible para las mujeres, a sumarse a la aventura revolucionaria en Sierra Maestra hasta su entrada en Santa Clara y su ascenso a las máximas responsabilidades económicas e ideológicas de la revolución cubana? Y después de coronada esa empresa, ¿qué le lleva a luchar en el Congo y luego en Bolivia hasta la muerte en octubre del 67?

Jon Lee explora las claves de esa personalidad compleja en su juventud inquieta de diarios y velomotores en la que se gesta la ideología del Che y su impulso de un hombre nuevo en una nueva sociedad.

Demostrando la compatibilidad del fervor y el rigor, de la documentación de los hechos y los testigos y la fascinación por la complejidad del personaje, el autor traza la biografía poliédrica de un revolucionario como Guevara, emblema inagotable de la utopía entre idealistas y jóvenes inquietos.

Épico y fanático, generoso y pragmático, ingenuo e inflexible, economista y médico, el Che es un mito contemporáneo que para cumplir su destino y alimentar su leyenda murió como los héroes jóvenes y admirables de las mitologías antiguas, como una víctima de la envidia de los dioses mayores, más poderosos que los héroes de todas las tragedias.

La biografía, como no podía ser menos, es también un libro de viajes que tiene sus estaciones más importantes en las capitales de la revolución, de La Habana a Argel, y en los campos de batalla guerrillera de Sierra Maestra, el Congo o Bolivia.

Se manejan en este libro por primera vez una serie de fuentes documentales y testimoniales que hasta ahora se habían mantenido en el secreto o en el silencio: así, la viuda del Che, Aleida March, que rompió un silencio de décadas en las que nunca había hablado de la figura de su marido, o los militares bolivianos que lo custodiaron sus últimos días lamentables antes de la ejecución; así los archivos del gobierno cubano, consultados por Anderson en exclusiva, los diarios inéditos del Che, publicados aquí parcialmente, o los archivos gráficos y confesionales del Teniente Coronel Selich, que lo interrogó con una confusa mezcla de odio y admiración.

Y ahora es inevitable recordar que uno de sus verdugos, el capitán Félix Rodríguez, al servicio de la CIA, heredó a su muerte el asma de Guevara, que lo ha llevado estos años como llevan los campesinos bolivianos las reliquias que pudieron recoger de aquel guerrillero que, ya muerto, parecía un Cristo contemporáneo y latinoamericano.

Todo ello, junto con la pericia periodística del biógrafo y el abundantísimo material fotográfico incorporado en dos encartes interiores, hacen de este el mejor libro escrito sobre la figura de aquel idealista en el que convivieron de forma excepcional la grandeza de la utopía y el sacrificio con la imperfección admirable del héroe cansado, de aquel Ernesto Guevara de quien dijo Sartre que era el ser humano más completo de nuestra época.

Luis E. Aldave

15/11/06

Últimas conversaciones con Pilar Primo



Antonio-Prometeo Moya.
Últimas conversaciones con Pilar Primo.
Caballo de Troya. Madrid, 2006.



Constantino Bértolo, el editor de Caballo de Troya, ha contado alguna vez que hubo un acuerdo con Antonio-Prometeo Moya, el autor de estas Últimas conversaciones con Pilar Primo, para crear una deliberada ambigüedad con el género del libro.

Esa decisión, discutible y arriesgada, ha provocado alguna que otra reseña que ha partido de un espejismo: que la obra era un documento que recogía la transcripción de unas conversaciones grabadas en diciembre de 1990, unos meses antes de la muerte del rostro femenino de la Falange, de su Sección Femenina. Yo mismo he asistido este verano al desconcierto de los empleados de alguna librería seria, que colocaban el libro en la sección de historia .

Pese a todos esos inconvenientes, me parece una decisión acertada, porque el texto está organizado sobre esa verosimilitud del diálogo entre un profesor y la hermana del fundador de la Falange.

Un diálogo puro y verosímil, sin narrador interpuesto ni verbos dicendi, con el que se va construyendo la imagen del personaje, de esa anciana a ratos patética, a ratos ingenua y siempre desorientada. Ese es el personaje de Pilar Primo que crece como ente literario en un mundo de jerarquías y de mandos, en una memoria de valores anacrónicos y de revoluciones pendientes. Una memoria que se expresa, como es natural, con lenguaje anacrónico, con la retórica falsa y engolada del sacrificio y el honor, el heroísmo y la alegría abnegada o la vocación de servicio.

Justamente ese desajuste entre el personaje y el mundo en el que vive es lo que le da un pátetico carácter novelístico a su figura. Del conflicto entre el mundo y el individuo se ha nutrido buena parte de la novela de todas las épocas.

En esas conversaciones apócrifas que el profesor graba, se van sucediendo preguntas y respuestas, reflexiones y provocaciones a través de las cuales Pilar Primo pasa del fanatismo cruzado y visionario a la intimidad familiar, de la Falange y la herencia política de José Antonio al recuerdo de la infancia y la juventud en un acercamiento progresivo al interior del personaje, a su imagen menos pública.

Para reducir la ambigüedad genérica de quien prefiere no declarar si este es un libro de entrevistas, de historia o una novela, la contraportada contiene un brillante Aviso a los lectores que supongo escrito por el editor. A algunos lectores ese aviso, donde se indica que el volumen es una novela, les pasará desapercibido, oculto por una sobrecubierta inusual en los libros de esta editorial.

No sólo por oculto, es uno de los tesoros del libro:

Por qué alguien que parece psicológicamente sano, inteligente, ideológicamente nada sospechoso, bien dotado intelectualmente y sin ningún atisbo de morbosidad, decide regresar al franquismo. Porque de eso se trata (...) Entre conversación y conversación las sombras del pasado parecen visitarla en medio de la fatiga, y su persona se nos va transfigurando en un personaje literario inolvidable, sin que la narración, vigilante, en manos de un timonel que no compadece trampa ni olvido, nos permita caer en síndrome de Estocolmo alguno (...) Y de pronto nos damos cuenta de que esta novela cuenta la historia triste, cotidiana y siniestra en la que hubimos de crecer muchos de nosotros.

Después de cada conversación, aparecen unos intermedios narrativos y descriptivos en los que un narrador omnisciente nos introduce en el mundo de recuerdos y pensamientos del personaje. Son los momentos en los que Pilar Primo se queda sola en casa con su pasado y sus fantasmas, con sus monólogos de pesadilla, con un tiempo que a veces es blanco y vacío mientras hace solitarios con una baraja española.

Y aparecen así la alegoría del cisne, el lamento del yugo corporal y las flechas del remordimiento, la anatomía de un reflejo y el sermón de la ira, los estragos del tiempo, las primeras y las últimas verdades o las últimas excusas antes de la despedida definitiva.

En esos textos, los de mayor altura estilística de la novela, un narrador implacable con el personaje desmantela su frágil decorado de banderas y sus recuerdos de desfiles y brazos en alto con pololo, banda y música.

Santos Domínguez

14/11/06

Este es mi nombre


Adonis.
Este es mi nombre.
Traducción, prólogo y notas de Federico Arbós.
Alianza Literaria. Madrid, 2006.


Un año más, tanto Ashbery como Adonis han sido descartados como acreedores al Nobel. Supongo que han recibido la noticia con una indiferencia que comparten con la mayoría de sus lectores, que no necesitan más premio que sus libros.

El verdadero acontecimiento acaba de producirse con la aparición de Este es mi nombre, de Adonis, un poeta del que hablábamos hace poco más de un año en un texto titulado Qassabin, Beirut.

Sirio de nacimiento y libanés de elección, Alí Ahmad Said Esber (Qassabin, 1930) explicaba el sentido del seudónimo que utiliza: “Al cambiar un nombre muy musulmán –Ali– por otro sin relación con el Islam –Adonis–, asumía y reivindicaba una trayectoria hacia lo universal. Al firmar así, salía de una tradición petrificada y accedía a una libertad más amplia.”

Este es mi nombre
(1988) es la versión definitiva de Un tiempo entre la rosa y la ceniza, que Adonis publicó en Beirut en 1971. Lo publica, con traducción, prólogo y notas de Federico Arbós, Alianza Literaria.

El libro recoge tres poemas largos: Prólogo a la historia de los Reyes de Taifas, Este es mi nombre y Epitafio para Nueva York. Tres poemas que, en su redacción inicial, están escritos entre 1969 y 1971, unos años cruciales para el mundo árabe y para su literatura.

La guerra de los seis días, en la que Israel se anexionó los territorios palestinos y parte de Egipto, Líbano y Siria, marca un antes y un después en esa cultura. Era junio del 67 y desde entonces en los países árabes se habla de la literatura posterior a Huzairán, a Junio. La poesía posterior a Junio denuncia no sólo el expansionismo militar de Israel y su utilización del terrorismo de estado en asesinatos selectivos o indiscriminados, sino también la debilidad de los países árabes. Es la poesía de la resistencia que tiene uno de sus representantes más caracterizados en el poeta palestino Mahmud Darwish.

De esa encrucijada histórica, de esa humillación, surge este libro de Adonis, esta poesía crítica e ideológica.

Un niño es el rostro de Jaffa. ¿Florecerá el árbol seco?

Ese es el primer verso del Prólogo a la historia de los Reyes de Taifas. La frase se repite como una salmodia en otros lugares del poema y se completa con versos como estos:

Toda agua es el rostro de Jaffa,
toda herida es el rostro de Jaffa,
los millones de hombres que gritan ¡no!
son el rostro de Jaffa.
Los amantes en el balcón, los amantes encadenados,
los amantes que yacen en la tumba
son Jaffa.
La sangre que mana del costado del mundo
es Jaffa.

No siempre tiene el poema esa contención y esa serenidad que permite el paralelismo. Muchas veces la escritura se desborda en un torrente inarticulado, en unos versos que se combinan con una prosa rápida, sin puntuación, atropellada, en un río de metáforas e imágenes que evocan el mapa atormentado de Palestina o la cartografía del abuso y el atropello en Hanoi o en los barrios marginales de Nueva York.

En el centro de los dos primeros poemas Alí es el expoliado, el desterrado por los invasores de un territorio que le han robado. Pero es también el que regresa, el resistente, el que combate la recaída en la desgracia con esta acción escrita que es la poesía.

Epitafio para Nueva York es una ampliación del campo de la infamia, una relectura creativa de Poeta en Nueva York para rescatar algunas de las imágenes más potentes del espléndido poema lorquiano, para releer en los años setenta el dominio violento del hombre rubio y su máquina de matar en Palestina o en Vietnam. Imágenes, motivos y visiones que estaban en los poemas más atormentados del ciclo neoyorquino se revitalizan al proyectarse sobre una nueva época:

Salí de Nueva York como de un lecho:
la mujer es una estrella apagada
y la yacija se rompe como árboles sin espacio,
aire renqueante,
cruz que no recuerda las espinas.

Adonis es uno de los renovadores de la poesía árabe contemporánea, a la que ha puesto en contacto con la poesía occidental. Poesía de la encrucijada, del mestizaje cultural de dos tradiciones: la grecolatina y mediterránea y la árabe pagana y clásica en una fusión que se expresa en la asimilación de los lenguajes poéticos más renovadores del siglo XX, del expresionismo al superrealismo, que se integran con esquemas métricos y rítmicos de la poesía oral árabe:

"Reivindico toda la herencia mediterránea, pero además formo parte integrante de la cultura universal, de Oriente hasta Occidente. La única especificidad que me reconozco es mi lengua y mi subjetividad. Pero, por medio de ellas, trato de abrirme a lo universal."


Santos Domínguez

12/11/06

La higuera



Ramiro Pinilla.
La higuera.
Tusquets. Barcelona, 2006.


Pedro Alberto mira al muchacho.
—¿Cuántos años tienes?
El muchacho le mira, se cruzan sus miradas.
—Dieciséis —dice el muchacho.
Esta vez soy yo, a gesto del Pedro Alberto, quien ata las segundas manos con una cuerda que me pasa Eduardo.
Y, en el momento de hacerlo, mis ojos quedan clavados en los del chico y no pueden escapar de ellos. Intento regresar a los cojones del muchacho confesando su edad, pero es inútil.
—¡No se los lleven, por favor! —grita la mujer—. ¡Ustedes son personas como nosotros y las personas se compadecen unas de otras!
La orden de marcha nos la da Pedro Alberto con la cabeza. La familia nos mira a todos, pero la mirada de ese chico de diez años sólo me mira a mí.

Esa mirada va a perseguir al protagonista-narrador de La higuera, la novela de Ramiro Pinilla que publicaba Tusquets casi a la vez que le otorgaban el Nacional de Narrativa por Las cenizas del hierro. Rogelio Cerón, uno de aquellos falangistas que salían por la noche a limpiar España de rojos y separatistas en los primeros meses de la guerra civil, va a ser el rehén de su víctima y de esa mirada que convoca a la vez el remordimiento y la amenaza de una venganza aplazada y segura.

Ese es el hombrecillo enigmático que, como tantos asesinos, vuelve al lugar del crimen tras once meses de actividad patriótica un día de junio del 37 y se queda allí, en la vega de Fadura, en una cabaña miserable. Conocido con dos motes, Chumbo y Txominbedarra, cuida desde entonces con rara fijación y durante treinta años una higuera.

Contada desde fuera y desde dentro por dos narradores, la maestra Mercedes Azkorra, la narradora externa y rememorativa que fija el marco, y el propio protagonista, que narra desde el centro del paisaje con un árbol y una tumba y desde el interior de su presente, La higuera es una novela sobre el miedo y sobre la represión, sobre la venganza y las delaciones y los paseos previos a las ejecuciones sumarias.

Esos dos narradores, tan distintos en perspectiva, se conjuran en la destreza artística de Ramiro Pinilla para darle al texto la fuerza persuasiva de la primera persona del testigo y del protagonista, de la víctima y el victimario apresados por un mismo miedo.

Y es también una inmersión en la memoria dolorosa del pasado, de sus despojos asediados por el remordimiento y el miedo a la mirada fría de ese niño de diez años, en la que Rogelio lee la determinación de la venganza contra los asesinos de su padre y de su hermano. Una mirada que es una sentencia de muerte.

Como Hombre sin nombre, otra reciente novela de Suso de Toro, La higuera es también una reflexión de asombrosa fuerza narrativa y moral sobre el pasado y la culpa. No sólo comparten temas como el del remordimiento con el sangriento telón de fondo de la guerra civil.

Tienen, con su común tensión estilística, que quizá se resiente de un número excesivo de páginas, una ambición semejante de parábola que sitúa su sentido más allá de la anécdota, la misma potencia perturbadora para golpear al lector en la boca del estómago y dejarlo sin aire con reflexiones como esta, en boca del asesino:

Entre un preso y su carcelero, ¿quién vigila a quién?

Santos Domínguez

11/11/06

Ashbery. Una ola

John Ashbery.
Una ola.
Traducción de Ignacio Infante.
Lumen. Barcelona, 2006.

John Ashbery (Nueva York, 1927) es uno de los grandes poetas norteamericanos contemporáneos, el último de los poetas canónicos, según Harold Bloom, que lo tiene por el más withmaniano de los que aprenden del Canto de mí mismo o practican las elegías del yo.

Nieto de Withman y heredero del Eliot de Dry Salvages y de Wallace Stevens, la poesía de Ashbery, más inquietante que hermética, siempre exigente y lúcida, provoca una rara unanimidad admirativa entre la crítica y los lectores.

Quizá ningún libro mejor que Una ola (1981), que publicó Lumen en 2003 en una estupenda traducción de Ignacio Infante, para acercarse a esa poesía que basa en el tono su fuerza expresiva y su magnetismo. Un tono menor, como el de Auden y el de Gil de Biedma, que maneja poéticamente los registros coloquiales y un cierto prosaísmo. Eso que alguna vez se ha llamado coloquialismo transeúnte y se ha emparentado con la llaneza norteamericana en la exploración de temas cotidianos.

Ashbery formó parte de la alternativa intelectual y poética a la beat generation de Ginsberg y Una ola es tal vez su libro más inteligible. Pese a la dificultad que plantea la peculiar lógica narrativa de sus textos y de una abstracción poética que convierte el poema en una realidad compleja y deslumbrante, estos poemas los entenderán y los disfrutarán mucho los lectores familiarizados con las letras de John Lennon, de Bob Dylan o de Leonard Cohen. Hay aquí el mismo fraseo, la misma actitud, el mismo lenguaje. Eso es muy difícil de traducir y esta traducción lo hace con brillantez y respeto a la literalidad de los poemas, siempre en el límite de lo comprensible. Lo que no se ha conseguido, pero es que eso rozaría el milagro, es la música especial que hay en estos textos. El lector la comprobará en la V. O. de las páginas pares.

Ashbery es el más prolífico, el más premiado y el menos confesional de los poetas norteamericanos. Su poesía es la poesía de la posmodernidad, poesía del pecio, del naufragio y el fragmento, de la difuminación de la realidad y de los géneros con una transición continua del sujeto al objeto y al detalle en planos simultáneos con una brillante síntesis de lirismo y reflexión.

Hay algo incomprensible, misterioso e inefable pero extrañamente cercano y familiar que hace que este libro, más ambicioso que el Aullido de Ginsberg, sea también más fácil de leer.

Bastaría Una ola, el largo poema que cierra y da título al libro, para entender por qué a Ashbery se le tiene por el mayor poeta vivo. El juicio, más que de la crítica, es de los lectores. De esos lectores algo desconcertados pero imantados por una poesía a la que regresan una y otra vez para comprenderla mejor.

En uno de los prólogos (Leer) que Auden pone al frente de La mano del teñidor, escribía estas palabras:

Todo crítico consciente que alguna vez ha tenido que reseñar un libro de poesía en un espacio limitado sabe que lo único apropiado sería presentar una serie de citas no comentadas, pero este procedimiento no tardaría en hacerle oír las quejas del editor.

No es mi caso, claro. Nadie me va a pedir cuentas, pero si de cada autor que nos interesa llevamos una par de versos o de imágenes en la cabeza, este, el final de Rain moving in, es uno de los que más recuerdo de Ashbery:

A place to be from, and have people ask about.

Un lugar de donde ser, y por el que la gente pueda preguntar.


Santos Domínguez

10/11/06

Il Mare


Ezra Pound.
Il Mare
Berenice. Córdoba, 2006.


En octubre de 1924, Ezra Pound, il miglior fabbro, como le llamaba T.S. Eliot en la dedicatoria de La tierra baldía, se instalaba en Rapallo, al sureste de Génova, un lugar en el que iba a estar durante dos décadas, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Aquella pequeña ciudad de la Liguria se convertiría en capital cultural de actividad sorprendente con el paso o la permanencia en ella de otros escritores como Hemingway o Yeats, que a su vez invitaban a otros intelectuales y artistas.

Rozaba los cuarenta años y había realizado ya una de las labores literarias que le darían más fama: esa revisión radical de La tierra baldía que le ponía al borde de la coautoría. Llevaba en la cabeza el diseño de los Cantos, la práctica del vanguardismo imaginista y vorticista y unas alucinaciones políticas que le acabarían convirtiendo en un propagandista radiofónico del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial.

Comenzaba así en 1925 con la redacción de los Cantos una época de extraordinaria creatividad que se prolongará durante los años treinta y la primera mitad de los cuarenta. Cree haber encontrado en Italia el ideal artístico de una cultura clásica y mediterránea que no está sometida a las leyes del mercado.

Il Mare, la recopilación de artículos que publica Berenice, recoge los textos que escribió Ezra Pound durante su estancia en Rapallo para el Suplemento Literario. Aparecieron en aquel suplemento fundado por él para el periódico Il Mare entre el 12 de abril de 1931 y el 28 de septiembre de 1935.

René Palacios More ha sido el encargado de reunir y editar estos textos inéditos en español y prácticamente inencontrables. Su investigación en los archivos de Rapallo pone ahora al alcance del lector esos artículos y los organiza temáticamente. El libro se organiza en función del material en cinco secciones:

1.- Cuatro artículos sobre su concepción de la poesía y el arte, sobre las relaciones entre vorticismo e imaginismo.

2.- Siete semblanzas de poetas simbolistas franceses como Rémy de Gourmont, Francis Jammes, Moréas o Rimbaud.

3.- Invierno musical. Un conjunto de notas y reseñas sobre música, músicos y conciertos.

4.- Apuntes y reflexiones sobre poesía y pintura, estética y crítica.

5.- Dos entrevistas que Pound concedió en Rapallo.

Unos textos breves e incisivos que iluminan las teorías estéticas y la práctica poética de quien está considerado como uno de los poetas fundamentales del siglo pasado.



Santos Domínguez

9/11/06

Don Quijote, del libro al mito


Jean Canavaggio.
Don Quijote, del libro al mito.
Traducción de Mauro Armiño.
Espasa Calpe. Madrid, 2006.




Jean Canavaggio, cervantista francés y autor de la que seguramente es la mejor biografía de Cervantes, con la que ganó el premio Goncourt, que está publicada también en la editorial Espasa Calpe, revisa cuatro siglos de estudios sobre el Quijote, una obra abierta que funda toda una literatura, en su nuevo libro Don Quijote, del libro al mito.

Se trata de una investigación rigurosa y sobre los cuatro siglos de presencia creciente en la cultura universal de la figura literaria, moral y plástica de Don Quijote, que -como dice Canavaggio- se ha convertido en una f¡gura mítica: en otros términos, un ejemplo, más que un mensaje, que se constituye como una invariante, pero sin que jamás podamos decir si, de una vez por todas, hay que seguirlo o rechazarlo. La transfiguración de Don Quijote se ha operado, por lo tanto, en función de virtualidades de las que era portador, desde el inicio, un libro que para unos no es más que una simple referencia, pero que sigue estando para los demás vivo por siempre. Desde esta perspectiva, la doble cara que nos ofrece, a partir y más allá del texto que lo engendró, no es solo un espejo tendido a toda conciencia oscilante entre la realidad y el sueño; al traernos a la memoria el vínculo problemático entre ética y estética, también incita a las sociedades actuales: divididas entre la llamada de la utopía y la voz de la razón, aspiran incansablemente a un equilibrio que no sabemos si un día alcanzarán.

A través de un ameno recorrido por las incontables ediciones del libro y por las versiones o adaptaciones para el cine, el teatro, la música o la televisión, se ofrece un análisis de los motivos que explican la vitalidad de este héroe circunspecto y extravagante que superó los meros límites de la literatura y se convirtió desde hace dos siglos en una referencia imprescindible de la novela moderna con sus aventuras ambiguas.

Y aunque cada época ha hecho una lectura del libro, del personaje, del mito y de su simbología, Canavaggio ha rastreado el nexo que une a esas lecturas sucesivas a través de sus cuatro siglos de existencia en los que la novela se ha transformado también en una parábola de la vida.

A lo largo de ese tiempo, y sobre todo desde el Romanticismo alemán, la figura de Don Quijote se ha convertido en un mito que en muchos casos sustituye al libro o lo suplanta.

Desde las interpretaciones triviales de los contemporáneos de Cervantes, que limitaron su sentido a una obra de burlas y el de su protagonista a una figura de risa hasta un entendimiento más trascendente y profundo del personaje y un estudio sistemático de la técnica novelística del autor en el siglo XX fueron pasando épocas como el siglo XVIII que anuló la comicidad fácil del personaje y lo propuso, a través de la risa ilustrada, como personaje universal. Desde Sterne, quizá su primer heredero literario, Fielding y La mujer Quijote de la gibraltareña Lennox, a Dickens, Flaubert, Dostoievski, Melville o Kafka, la figura del antihéroe universal y admirable ha ido creciendo para instalarse en el imaginario colectivo como una figura que se caracteriza también por su capacidad de ser reconocida por su físico en cualquier país del mundo civilizado. Ese proceso empezó con los románticos alemanes, impulsores de una iconografía quijotesca que alcanzó con Doré su mejor interpretación plástica. Es, quizá, la única figura de la literatura universal con la que ha ocurrido ese fenómeno. Ni Hamlet, ni Don Juan, ni Fausto han logrado esa fascinación, que Don Quijote comparte con Sancho.

Si a eso se le suman las imágenes reconocibles de los molinos o las llanuras de la Mancha y se le une la importancia del diálogo entre los dos protagonistas, se comprenderá que el conjunto facilita las numerosas adaptaciones de la novela a otros lenguajes plásticos y a otras técnicas de expresión artística como la música, el ballet, la ópera y posteriormente el cine, con obras maestras como la de Pabst y proyectos frustrados como el de Orson Welles.

Tras analizar las huellas cervantinas en la gran novela europea y norteamericana del XIX, tras escrutar las miradas rusas sobre Don Quijote, uno de los aspectos que más llaman la atención de Canavaggio en este estudio es que, siendo don Quijote un símbolo de lo español desde el 98 y su interpretación transcendente del héroe manchego, sea rechazado por algunos sectores culturales y políticos que ven en él una representación de la España más tradicional y centralista. Por eso, curiosamente, han sido los hispanoamericanos como García Márquez o Carlos Fuentes quienes, ajenos a esos prejuicios, han desarrollado recientemente una reivindicación moral de la figura de Don Quijote y una mayor valoración de la técnica novelística de Cervantes, sobre todo desde los estudios de Américo Castro y las meditaciones de Ortega.

No podemos cerrar esta reseña del espléndido estudio del profesor Canavaggio sin reproducir las últimas líneas del libro, que encierran gran parte de su sentido y de su actualidad:

Para la mayoría de nuestros contemporáneos, el Quijote se ha vuelto una simple referencia. Para ellos, el personaje al que la novela debe su título tal vez está destinado a encarnar lo que Jean-Paul Sermain llama el descubrimiento de una ausencia radical de sentido, en el esfuerzo de todo hombre por dar a su vida un sentido más alto. Pero, como temía Fernando Savater, es entonces cuando corre el riesgo de ser condenado a sobrevivir bajo formas degradadas, al precio de un empobrecimiento inevitable. En cambio, para los que no han renunciado a acompañarlo en sus aventuras, a darle la vida a partir de los signos trazados antaño por Cervantes, el Caballero de la Triste Figura conserva su vigor y su fuerza. Símbolo de una búsqueda de lo absoluto por el medio, siempre falaz, de lo relativo, de esa búsqueda que lleva incansablemente toda novela, no ha acabado, sin duda, de hablarnos.
Mayra Vela Muzot