24/1/07

Prosas apátridas




Julio Ramón Ribeyro.

Prosas apátridas.
Seix Barral. Barcelona, 2007

Sin clasificación.

Así figuraban hace poco los restos editoriales de estas excelentes Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro (1929 -1994) que acaba de recuperar Seix Barral. Una recuperación feliz e imprescindible por la calidad de sus textos y porque la edición parcial de 1975 y la definitiva de 1986 andaban ya descatalogadas.

Obviamente la caracterización que hizo el librero de ese volumen sin clasificar estaba más cerca de la comodidad rutinaria que de un juicio de valor. Pero, por paradójico que parezca a primera vista, probablemente no haya una definición más exacta para un libro como este, inclasificable, y de ahí el título, según los esquemas clásicos de los géneros literarios.

Sus doscientos fragmentos, entre el dietario confesional, el apunte reflexivo o el microcuento, tienen una serie de ejes temáticos (la reflexión sobre la escritura, el caos y la vida doméstica, el sexo y el paso del tiempo, los niños, la ciudad, la calle, los transeúntes, la vida en suma) que evitan la dispersión y le dan una evidente coherencia, reforzada por la unidad del tono y por la continuidad de la mirada aguda y desengañada. (No somos más que un punto de vista, una mirada, escribe Ribeyro en estas páginas.)

Hay, además, otro mecanismo de unión, el más importante: la constante calidad de una prosa intensa y cuidada, dotada de altura estilística y hondura reflexiva. Es esta una verdadera teoría y práctica del fragmento. Sus notas de lectura, sus expansiones líricas, sus aforismos pesimistas trazan la autobiografía espiritual de quien es uno de los grandes prosistas de la literatura hispánica contemporánea.

En una de estos textos dice Ribeyro que cada escritor tiene la cara de su obra. Así será, porque las fotografías nos han dejado la imagen de un Ribeyro exageradamente delgado, con un cuerpo metafísico, alargado y elegante. Y así es su obra, magra como su rostro escuálido, aguda e intensa como su mirada. Y en especial estas apenas ciento cuarenta páginas que no tienen desperdicio y se leen con la intensidad de la lectura poética.

De estas prosas, apátridas si tomamos como referencia los moldes aristotélicos, pero enraizadas en la más alta patria si se utiliza el baremo mucho más fiable de la calidad literaria y la inteligencia con la que se aborda incluso lo más trivial:

El advenimiento de un niño a un hogar es como la irrupción de los bárbaros en el viejo imperio romano. Mi hijo ha destrozado en veinte meses de vida todos los signos exteriores y ostentatorios de nuestra cultura doméstica: la estatuilla de porcelana que heredé de mi padre, reproducciones de esculturas famosas, ceniceros raros hurtados con tanta astucia en restaurantes, copas de cristal encargadas a Polonia, libros con grabados preciosos, el tocadiscos portátil, etc. El niño se siente frente a estos objetos, cuya utilidad desconoce, como el bárbaro frente a los productos enigmáticos de una civilización que no es la suya. Y como a pesar de su ignorancia y sinrazón, él representa la fuerza, la supervivencia, es decir, el porvenir, los destruye. Destruye los signos de una cultura ya para él caduca porque sabe que podrá reemplazarlos, desde que él encarna, potencialmente, una nueva cultura.

Peruano instalado en Francia desde 1960, alguna vez he escrito de él que es uno de nuestros contemporáneos más sombríos y autodestructivos. Sería injusto si no añadiese que es también uno de los más lúcidos. Y desagradecido si no dijera que me ha regalado horas de lectura y relectura de agradabilísima hondura.

Santos Domínguez