18/5/07

Hoy, Júpiter



Luis Landero.
Hoy, Júpiter.
Tusquets. Barcelona, 2007.


Decía Elías Canetti que hay dos tipos de hombres: los que viven en las heridas y los que habitan las casas. Inevitablemente lo recuerda uno mientras lee Hoy, Júpiter, la quinta novela que publica Luis Landero en Tusquets, cinco años después de El guitarrista.

Hoy, Júpiter narra dos vidas paralelas: la de Dámaso Méndez, un habitante del odio y la venganza, dos pasiones intensas y destructivas, y la de Tomás Montejo, que vive en la ensoñación de la literatura, en la pasión de los libros.

Dos vidas que de alguna manera son una sola, que surge de la semilla autobiográfica del autor, que se desdobla y proyecta en los dos protagonistas los recuerdos de su infancia rural y de su profesión docente.

El odio y el amor, el humor y la amargura, lo admirable y lo ridículo, la comedia y la tragedia, los mundos literarios y viscerales acaban convergiendo en un destino común que recuerda al de don Quijote y Sancho.

Y es que, como en el resto de la narrativa de Landero, el Quijote está pesando benéficamente en Hoy, Júpiter, desde el principio, desde antes de que empiece la novela, en la cita cervantina que la abre y la resume tan bien como la magnífica portada que se ha elegido para editarla.

Cuidadosamente compuesta, Hoy, Júpiter se estructura en cuatro partes de ocho capítulos cada una, con estructura alternante que va pasando de un protagonista a otro, salvo en la última, en la que se funden las peripecias de Dámaso, la voz del odio que entronca con Yago, y la de Tomás, un contemplador de sí mismo como don Quijote, un personaje que quiere ser otro a través de los libros, en una peculiar confusión de vida y literatura, de imaginación y realidad.

Hoy, Júpiter, que es una reivindicación de la necesidad de la imaginación, de la seducción de las palabras, es también un ajuste de cuentas con el pasado, con el padre, con la realidad y con el deseo a través de dos personajes que recuerdan las dos posturas de los de Juegos de la edad tardía. Dos personajes tratados con la afectividad cervantina que evidencian los frecuentes diminutivos del texto.

El eficiente narrador que ha sido siempre Landero encuentra en esta novela su estilo más depurado y sus recursos más efectivos con un ritmo de andante y con la agilidad narrativa a que tiene acostumbrados a sus lectores.

Y con ese empaste especial que tiene en Landero la palabra, que adquiere en su escritura un volumen y un relieve infrecuentes y brillantes, en una demostración reiterada de la calidad de página:

La madre, que allá donde se instalara convertía el lugar en un rincón remoto, remendaba, guisaba, trasteaba, y si se quedaba quieta y absorta, lo hacía de un modo tan expresivo, que parecía que las sombras de los pensamientos se le pintaban en el rostro. Dámaso la miraba de vez en cuando, sin apenas fijar los ojos en ella, tal como se mira la amplitud de un paisaje, o como miraba ahora el fluir del agua, y luego a hurtadillas espiaba a Natalia: sus dedos frágiles y aplicados, el cabello por los hombros, la nitidez de sus rasgos, los accidentes mínimos de su piel, el gesto siempre sereno y concienzudo. Y era hermoso cuando juntaba un momento su cabeza a la de él para ayudarlo o enseñarle algo de sus cosas, su voz susurrante, la limpia fragancia a sol y a hierba de su pelo... Luego volvía a la tarea, pero ya distraído y debilitado por las menudencias del entorno. Venía la noche y ellos continuaban allí, cada cual en su sitio y en su cometido, y aunque los ruidos cesaban por completo en toda la casa, y en el patio y en los traspatios, el silencio del padre se distinguía del gran silencio general, sin disolverse en él, y Dámaso lo notaba del mismo modo que pueden intuirse las aguas profundas de un río sin que en la superficie aparezca ningún indicio delator.

Es esta una novela redonda en su calidad y circular en su estructura. La cierra un guiño cómplice a Cien años de soledad, cuando, como Melquíades, Tomás Montejo empieza a escribir la historia en la última página del libro, al cierre del último capítulo de la novela, que se titula Aquí empiezan las verdaderas aventuras:

Cuando comenzó a anochecer, Tomás Montejo no había abierto aún la carta. Su mente estaba en otro lado, en otro texto. Había sacado una carpeta sin estrenar para empezar a tantear una novela que se le había venido ocurriendo en los últimos días y que era como si ya estuviese escrita, un relato que en realidad eran dos historias entrelazadas, sacadas del barro mismo de la vida, y que eran la de Dámaso y la suya propia, unas cuatrocientas páginas, calculó, y de la cual tenía ya pensado hasta el título. Por la ventana entraba una leve brisa de verano. Miró al cielo. Aún no se distinguían las primeras estrellas. Sí, bueno o malo, aquél era su mundo, y ahora, como Ulises, después de algunas peripecias, regresaba finalmente a su hogar. Y aunque el dolor era mucho, tampoco la esperanza era poca.
Tomó un lápiz, lo afiló a conciencia, y escribió la primera frase. Sí, allí empezaban para él las verdaderas aventuras.

Santos Domínguez