28/1/08

La verdad sobre Miguel Mañara



Manuel Barrios Gutiérrez.
La verdad sobre Miguel Mañara.
Almuzara. Córdoba, 2007.


Un día cualquiera, la camarilla de "la clase" se planteó que tenían mucho, pero no todo, y fue entonces cuando, muerto el caballero Mañara, aquellos biempensantes, en juerga mística entre las cuentas del rosario, la copa de oloroso, los versos de algún poeta primaveral y la cita para enterrar a los ajusticiados, acordaron la gracia de tener un santo.

Todo empieza con un héroe popular de Sevilla, un arquetipo desgarrado del barroco español, lleno de contrastes y tergiversado por el pintoresquismo, y con una sevillanía interesada en tener un santo.

Frente a la historia convencional del Mañara indigente y disoluto que vio su propio entierro en la calle del Ataúd, Manuel Barrios ha escrito con buena prosa una dilucidación de Mañara el Venerable, de su verdad y su secreto, en este libro que publica la editorial Almuzara.

Un libro escrito con inteligencia e ironía, con sabiduría y distancia de aquel que se creyó mensajero de la muerte y plantó unos rosales que llevan floreciendo más de trescientos años en el hospital de la Caridad:

El autor de la presente crónica -que nunca ha tenido nada en contra de la Religión ni de don Miguel Mañara- intenta esclarecer por qué el caballerro calatravo sólo ha alcanzado el título de Venerable, y no de Santo, aunque el mejor día (para "la clase") en contra del dictamen suscrito por el Abogado del Diablo, el cónclave de los impolutos vea coronado -como les prometió Juan Pablo II- el anhelo de hacer Santo a don Miguel Mañara Vicentelo de Leca.

La Sevilla que era la capital del mundo en el siglo XVII fue el caldo de cultivo de tradiciones orales fomentadas por panegiristas y detractores, comunes en milagrerías diversas que ensalzaron los que participaban en una conjura de testigos que le atribuían actuaciones sobrenaturales y portentos varios.

Los linajes, los perdularios y las tapadas, el necrómano y su conversión, las obsesiones de un paranoico y otras truculencias con reliquias y cuerpos muertos fueron algunos de los ingredientes con los que se ejecutó un psicodrama que tuvo en Mañara a su protagonista.

En un apéndice documental se incluyen, entre la partida de nacimiento del Venerable y su testamento, una serie de textos, entre ellos un fragmento del Discurso de la verdad, las 38 páginas en octavo que escribió el crápula arrepentido para contagiar al lector devoto su enfermiza obsesión por la muerte.

Un Mañara no enteramente dilucidado, dueño de un secreto que parece conocer ese niño que, sentado a la izquierda del retrato que le hizo Valdés Leal, reclama silencio al espectador.

Y es que, como en todo el Barroco, hubo en Mañara y en torno a su figura mucho de representación teatral, incluso en la risa final de su gesto agonizante. Una risa ambigua, propia de aquella época de luces y sombras y de aquella figura en la que convivieron extrañamente la humildad y el orgullo, la galantería y el misticismo, el exceso y el recogimiento.

A descubrir los trucos del montaje y a ventilar las tumbas y los osarios contribuye la valentía y la lucidez de Manuel Barrios, que no ha podido o no ha querido evitar el tránsito de la ironía al sarcasmo en párrafos como este:

Don Miguel /.../ se queda nuevamente viudo. Ahora de un caballo.


Santos Domínguez