11/5/09

Memoria de Georges el amargado


Octave Mirbeau.
Memoria de Georges el amargado.
Traducción de Lluís Maria Todó.
Impedimenta. Madrid, 2009.


Es la memoria prosaica de un hombre sentado en un antro oscuro y húmedo que parece un símbolo del mundo. La publicó Octave Mirbeau en 1899 y la edita Impedimenta con traducción de Lluís Maria Todó.

Hoy, por casualidad, me he mirado en un espejo.

Así comienza esta novela corta e intensa que es una reflexión sobre la decrepitud física y la fealdad como reflejo de la ruina interior del narrador-protagonista y del resto de los personajes.

Georges L., que ha perdido todos los trenes, escribe la memoria de la insatisfacción y hace su autorretrato de hombre mediocre que no envejece porque ha nacido viejo. La escritura de estas memorias, que su viuda hace llegar al autor, es la última venganza del protagonista contra un mundo hostil y en descomposición, contra el pasado de su infancia sombría y su familia lamentable, contra el presente de un matrimonio humillante y una mujer odiosa.
En contraste con la nítida prosa de Mirbeau, todo es viscoso y lóbrego en este catálogo de rostros siniestros que reflejan las ruindades personales y colectivas de una sociedad perversa.

En el París miserable donde trabaja como cajero o en la ciudad de provincias de la que viene Georges, sólo los animales –los perros o las gallinas- tienen destellos de inteligencia, afecto, voluntad o ironía.

Sospechoso de un crimen sórdido, Georges pasa un día detenido en un calabozo. Y a partir de ese momento, la novela toma otro cariz, menos individual, y se convierte en una denuncia de las leyes y el sistema penitenciario, en un alegato contra las desigualdades y las injusticias.

La piedad y la rebeldía surgen de aquel hombre arrestado en medio de otros hombres. Y así la peripecia personal de un ser empequeñecido por las circunstancias acaba transformándose abruptamente en un grito, en la airada denuncia social y cultural de una colectividad que encubre la miseria tras el brillo aparente de su lujo:

En París los filósofos del optimismo mortífero no ven la miseria. ¡No sólo no la ven, sino que la niegan!

Santos Domínguez