16/9/11

José María Jurado. Tablero de sueños


José María Jurado.
Tablero de sueños.
Ediciones de La Isla de Siltolá.
Sevilla, 2011.

Porque Ella no da nada, pero lo pide todo.

En ese verso que podría haber firmado JRJ se resume la teoría, la práctica y sobre todo la ética de la poesía de JMJ, José María Jurado (Sevilla, 1974).

Pertenece al poema que figura como prólogo de su Tablero de sueños, un conjunto de textos en verso y de poemas en prosa en los que los lugares de la memoria conviven con la torería, la música coexiste con lo sagrado, y la pintura y la literatura se convierten en motivos centrales de los diversos cuadros que componen un libro que, además de otras cosas, es un homenaje a las obras y los nombres que configuran el universo personal del poeta y son el cauce de su emoción estética.

José Tomás y Ezra Pound, Budapest y Praga, T. S. Eliot y Antonio Mairena, Zurbarán y Falla, Messiaen y Velázquez, Juan Ramón y Chopin, Lorca y Miles Davis son algunos de esos nombres que han convertido a José María Jurado en sujeto de una experiencia del arte hecho vida y le han formado como escritor, han modulado su voz propia y su mirada especial en busca del sentido y de lo inefable.

Y más que eso, el autor es el sujeto de una experiencia que le ha conformado no sólo como poeta, sino como persona. Nada que ver con el culturalismo de cartón piedra, aquel que se reduce al mero adorno o a servir de telón de fondo. Aquí la cultura está en el primer plano, asumida como realidad existencial, convertida en vida, en ejercicio de escritura o en contemplación del arte y la belleza.

“Escucha la música, ve la pintura”, aconsejaba Hemingway con una simpleza que está bien para un narrador o para un reportero. Pero el poeta debe ir un poco más allá, hasta escuchar la pintura o ver la música. Hasta vivir en Emily Dickinson, leer Budapest, hablar por Schubert o escuchar a Zurbarán.

Sin esa capacidad sinestésica, sin esa potencia visionaria, sin ese don de las revelaciones que JMJ lleva acreditando repetida y admirablemente, todo poeta es un poeta menor y olvidable.

Un templo en el oído es el título del ensayo que abre el libro y que podría haber sido su epílogo. Es el recinto sagrado que evocó Rilke como lugar en que se rinde culto a la palabra.

Con ese templo y con ese sentido sagrado de la poesía, que José María Jurado escribe -como Juan Ramón- siempre con mayúscula, se conectan esas reflexiones iniciales en las que el poeta fija su sentido de la tradición y delimita el territorio en que discurren sus textos y se forma su voz personal, su escritura consciente y numinosa.

Porque para este poeta, de la ambiciosa estirpe de Tiresias, la poesía es un don, una experiencia órfica que explora lo arcano y lo indescifrable con una equilibrada combinación de inspiración y disciplina, de intuiciones y rigor verbal, de precisión e impulso visionario, de búsquedas y experiencias de los límites de la expresión para dejarnos versos e iluminaciones tan envidiables como estos:

la Muerte da la hora en Babilonia

o

¿de qué lado del alma está la rosa?

Podrían ser muchos más, vienen aquí solo a título de ejemplo. El lector que recorra las páginas del libro lo comprobará con gustosa facilidad.

En ese hamletiano Tablero de sueños que es el territorio de la poesía y el espacio vital del poeta, la imagen se convierte en la materia seminal de las revelaciones y en la base de esa belleza convulsa que da título a una de las secciones del libro. Un libro en el que predominan los poemas en prosa que no ocultan su decidida vocación musical –otro de los fundamentos de la poética de JMJ- en la secuencia rítmica de los heptasílabos y los endecasílabos.

Un ejemplo memorable entre otros muchos es el texto dedicado a José Tomás:

Has abierto las puertas de la Muerte toreando en el vértice del miedo. Y detrás de las puertas había luz, la deslumbrante luz de la pureza. Entrabas y salías de la muerte como el buzo entra y sale del abismo, sumergido en campanas de silencio, en solares silencios espectrales donde el aire vacío se completa con el lance y el trance tan reunidos que suspenden la razón y la despeñan al borde mismo del espanto. Nos hemos vuelto locos: las ménades se arrancan los vestidos y se arañan los rostros suplicantes, los guerreros golpean los escudos y el toro es un enigma reventado, una fuerza bestial hipnotizada por la suave quietud de los telares. Gira y gira la plaza como un astro, vibrante catedral de una liturgia cósmica que a la danza del héroe se ha rendido, funesta y primitiva.

Santos Domínguez