4/11/11

Lee Master. Acta del juicio


Edgar Lee Masters.
Acta del juicio.
Edición de Teresa Barba y Andrés Barba.
Pre-Textos. Valencia, 2011.

Elegid una vida al azar y estudiadla:
alegra, complica, y afecta a otras vidas,
se extingue. ¿Qué es lo que queda?
El destino arroja una piedra y el círculo de su vibración
alcanza las orillas más remotas.

Un libro así sería interminable;
si hubieran de seguirse todas las ondas, las huellas
de una vida cualquiera –pongamos por caso la de Elenor Murray
cuya vida fue humilde y cuya muerte fue trágica.

Así comienza Acta del juicio (Pre-Textos), un libro de Edgar Lee Masters (Kansas, 1868 –Pennsylvania, 1950), el excelente escritor que abrió el camino de la literatura norteamericana contemporánea con una actitud crítica frente al naciente imperalismo de su país.

Su Antología de Spoon River fue un libro más determinante para el rumbo de la poesía en inglés que las Hojas de hierba de Whitman. Un libro imprescindible para quien quiera conocer algunas claves de la literatura actual.

De ese conjunto de epitafios de Spoon River procede gran parte de la literatura norteamericana contemporánea. No sólo la poesía, sino también la narrativa de los últimos cincuenta años.

Y, como los mejores libros de poesía, también esta Acta del Juicio se lee como una novela:

He escrito un libro
llamado Acta del Juicio, un censo espiritual
de nuestra América
(...)
este libro sobre la muerte de Elenor Murray
no es un libro sobre tragedias, aunque muestre también
cómo el destino fue urdiéndose a su alrededor, y cómo otras almas
tocaron su alma, sino un libro también de la casa,
de la riqueza y pobreza, de la debilidad y la fuerza
de esta nuestra nación.

Como ocurre con la Antología de Spoon River, los versos de Acta del juicio desarrollan una novela que tiene como protagonista a Elenor Murray: un relato que comienza con su nacimiento y que pasa inmediatamente, en un salto temporal que significa un giro inesperado de la acción, a la aparición de su cadáver un 7 de agosto junto al río Illinois y sin signos de violencia.

Desde ese momento se inicia un proceso retrospectivo en el que el solitario juez Merival, otro personaje fundamental como hilo conductor, recopila pruebas y pistas que darán a conocer la vida humilde de Elenor Murray, que nació y vivió en Starved Rock, cuyo nombre antiguo era Precipicio solitario, un topónimo que simboliza su vida y prefigura su destino.

Ese lúcido solitario entre libros que es el juez Merival va reuniendo testimonios para esclarecer el camino que había abocado a la protagonista a ese final trágico. Y así va creciendo un complejo árbol de historias en el que se superponen y ramifican las distintas perspectivas de quienes convivieron con ella o fueron testigos de sus distintas peripecias: sus padres; Alma Bell, su amante homosexual; su tío suicida Gregory Wenner, sospechoso de su muerte; el doctor Trace, que hace la autopsia y explica sus deducciones del análisis de las vísceras; el reverendo Percy Fergusson, un predicador puritano atormentado por sus propias críticas; Gotlieb Gerald, ruinoso y erudito vendedor de pianos; Mary Black, enfermera voluntaria como ella en la Francia de la Gran Guerra; el detective Loveridge Chase y el destinatario de sus cartas de amor, Barret Bays, el único testigo de su muerte.

Tras la transcripción parcial de las cartas de Elenor Murray, que constituyen el último testimonio, se produce la deliberación del jurado y el veredicto del juez.

Pero eso no es lo decisivo. El verdadero veredicto sobre la vida y la muerte de Elenor Murray lo había aportado Barret Bays, el personaje crucial en su vida, que, convertido en portavoz del propio Lee Masters, hace una metáfora crítica de América cuando habla de su amante:

¿Quién fue esta mujer?
Esta Elenor Murray fue América:
corrupta, traicionada y traidora, se mintió a sí misma,
medio disciplinada y medio letrada, grosera e inteligente,
esclavizada pero ansiosa de libertad, valiente y tosca,
cobarde, andrajosa e hipócrita,
generosa, amable, noble, creyente,
despreció los mismos rituales que adoptó, temerosa
de Cristo al que tanto amaba, aventurera,
curiosa, mediocre, fácil de sobornar, hambrienta
de dinero, de viajes y experiencias, inquieta y sin reposo,
reservada. Antes de que nadie en el mundo decidiera
actuar y hablar de sus ideales, ella había salido ya afuera
a llevar a todos su libertad, se hubiera atragantado
de libertad en su propia casa. Y así fue porque
así se la había educado, porque eso fue lo que respiró
en este lugar en el que había nacido y crecido.

Santos Domínguez