19/3/12

Ritos de paso de Paul Auster



Paul Auster.
Diario de invierno.
Traducción de Benito Gómez Ibáñez.
Anagrama. Barcelona, 2012.




Paul Auster.
La invención de la soledad.
Traducción de Mª Eugenia Ciocchini.
Anagrama. Barcelona, 2012.

Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro.

Treinta años justos, casi el tiempo exacto que separa a dos generaciones, han pasado también entre La invención de la soledad y el reciente Diario de invierno, dos obras de Paul Auster que acaba de publicar Anagrama.

Diario de invierno es una novedad absoluta que aparece en España con traducción de Benito Gómez Ibáñez casi a la vez que la edición original de Henry Holt and Company en Nueva York.

La invención de la soledad es una recuperación en la colección Otra vuelta de tuerca de una obra fundamental que Auster publicó en 1982.

En estas tres décadas Auster ha ido creando un potente mundo literario, desarrollando una literatura que él mismo ha definido como un espacio de colaboración entre el escritor y el lector, como “el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad.”

Y de eso se trata especialmente en estos dos libros: de revelar la intimidad más personal del escritor y sus fantasmas a través de un diálogo con el lector, pero sobre todo del diálogo de Auster consigo mismo, con su memoria y con ese lugar oculto y profundo del que, más allá de la segunda persona, surgen los recuerdos, los personajes y las palabras.

Hay en Diario de invierno una frase que justifica no solo esta obra, sino la totalidad de su literatura: Te gustaría saber quién eres.

Pero Diario de invierno es también, y quizá antes que otra cosa, un libro sobre el cuerpo en el espacio abierto de la ciudad o en los espacios cerrados de las casas; un inventario de los veintiún domicilios sucesivos de Auster, entre New Jersey y París, entre Manhattan y Brooklyn, con el Sena o el Hudson al fondo.

Ese inventario de domicilio, además de reflejar las distintas etapas y situaciones económicas del escritor o el estudiante, refleja un itinerario vital y sentimental por interiores con personajes triviales o extravagantes, por incidentes diversos evocados con la mirada maestra y aguda de un novelista experto.

La frecuencia de esos cambios de domicilio revela que Auster no ha permanecido quieto mucho tiempo seguido y da lugar a que este sea también un libro sobre el cuerpo en el pasado o en el presente:

así es como te ves a ti mismo siempre que te paras a pensar quién eres: un hombre que camina, un hombre que se ha pasado la vida andando por las calles de la ciudad.

La memoria personal y la conciencia del tiempo -a través de la muerte del padre, de la madre o con las primeras señales de la propia vejez- unen estos dos libros en que la escritura genera un vaivén constante entre el presente y el pasado o se convierte en motor del recuerdo para mirar a la infancia o para repasar un inventario de cicatrices que se superponen a la herida interior que el escritor sobrelleva como un pecado original, porque se siente un hombre que lleva una herida en su interior desde el principio mismo, ¿por qué, si no, te has pasado toda tu vida adulta vertiendo palabras como sangre en una hoja de papel?

Para subrayar ese vínculo entre las dos obras se ha elegido como fotografía de portada de Diario de invierno la imagen de un Auster contemporáneo de La invención de la soledad.

La muerte del padre en 1979 conecta estas dos obras: provocó la escritura de La invención de la soledad, que no es una novela, pero contiene la semilla de toda su narrativa y abre la puerta a su ficción posterior, y se evoca intensamente en Diario de invierno, que Auster ha escrito cuando tiene casi la misma edad con la que murió su padre, con una perspectiva muy distinta de la que aparecía en La invención de la soledad:

Que ya no eres joven es un hecho indiscutible. Dentro de un mes cumplirás sesenta y cuatro años, y aunque eso no es ser demasiado viejo, no lo que todo el mundo consideraría una edad provecta, no puedes dejar de pensar en todos los que no han logrado llegar tan lejos.

Desde esa mirada ya cercana a la vejez, en un mes de enero pródigo en tormentas y en hielo, un Auster frágil y autobiográfico, seguramente previsible, pero emocionado y contundente, construye un autorretrato evocando sus ritos de paso y recuerda aquella noche de invierno mientras ve caer la nieve en Brooklyn treinta años después:

Tienes sesenta y cuatro años. Afuera, la atmósfera es gris, casi blanca, no se ve el sol. Te preguntas: ¿Cuántas mañanas quedan?

Santos Domínguez