15/2/13

Hart Crane. El puente



Hart Crane.
El puente.
Traducción y prólogo de
Margarita Fernández de Sevilla y Sally Burgess.
Pre-Textos. Valencia, 2013.

Hija de Emily Dickinson y Walt Whitman, nieta de Percy Shelley y William Blake, hermana de Rimbaud, la poesía de Hart Crane (1899-1932) es, pese a su brevedad y al hermetismo de algunos de sus textos, uno de los referentes ineludibles de la poesía norteamericana de la primera mitad del siglo XX.

Muerto prematuramente en 1932, ahogado en el Caribe, su obra poética se resume, además de en poemas sueltos como La torre rota, en dos libros, Edificios blancos (1925) y El puente (1930), que acaba de aparecer en edición bilingüe en la colección La Cruz del Sur de Pre-Textos con una espléndida versión de Margarita Fernández de Sevilla y Sally Burgess, revisada por el Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna.

A esa traducción pertenecen versos tan admirables como estos, que evocan el primer viaje de Colón:

Una brizna, una rama solitaria entre dientes salados,
Algas gelatinosas que lamen las orillas, quizá
La luna de mañana nos conceda los bajíos de Saltes,
Palos una vez más, libre de larga guerra.
Un ángelus envuelve toda la arboladura;
Al frente negras aguas baten la negra proa.

Visionaria y musical, opaca y difícil como pocas, la  poesía de Hart Crane -que pese a sus divergencias se declaró discípulo de T. S. Eliot- intentó reformular, con un sentido del ritmo heredero de Marlowe, la épica con un estilo contemporáneo y con un intenso despliegue metafórico.

Esa suma de imagen y música explican que el maestro Bloom lo califique como “un genio órfico” en un breve ensayo en el que destaca su talento imaginativo para crear una exigente y a menudo inaccesible “lógica de la metáfora” a la vez que lo emparentaba con Emily Dickinson y su “música cognitiva.”

“El don poético de Crane –escribía Bloom- era impresionante: ningún poeta que haya muerto a su edad se le compara. Si Whitman y Stevens hubiesen muerto a esa edad no habrían dejado nada, y de Emily Dickinson y Robert Frost tendríamos que haber dicho que eran prometedores. Eliot no habría escrito La tierra baldía. A los 18, Crane escribía con el estilo lírico que lo caracterizó siempre.”

Intensa y alucinada, de oscuras metáforas que obedecen a una lógica autónoma, la poesía elusiva y comprimida de Hart Crane aspiraba –como explicaba en una carta a Waldo Frank, su mejor crítico- a “fusionar nuestro propio tiempo con el pasado” y a conectar su voz individual con la tradición americana.

El puente, su obra mayor, es un ambicioso poema narrativo, un texto unitario que comunica dos orillas habitualmente separadas en la tradición posromántica: el yo lírico y la realidad.

Empezó a hablar de este proyecto en 1923 como “una síntesis mística de América,” como un símbolo de la conciencia histórica y cultural de América, como su “símbolo espiritual y estético,” según explican Margarita Fernández de Sevilla y Sally Burgess en su esclarecedora introducción.

Estructuró el libro en ocho partes precedidas de un proemio sobre el puente de Brooklyn. Ocho secciones que van desde Colón –Acude ahora a mí, Luis de Santángel-  hasta un presente urbano de cables, pasando por Pocahontas y por las brillantes partes centrales que tituló Cutty Sark y Cabo Hatteras antes de llegar al metro y de evocar a Poe -Tus manos temblorosas aquella noche en Baltimore-.

De esa manera Hart Crane levanta un puente atlántico de poemas sobre la historia y la identidad americana con un estilo a veces exigente para el lector, pero especialmente complicado para el traductor.

Porque la condensación semántica, las asociaciones irracionales, la sucesión de voces de personajes que irrumpen en el poema sin anunciar su presencia son escollos añadidos a la dificultad extrema de cualquier traducción de textos poéticos. 

No es extraño, pues, que esta versión, tan  meritoria y valiente como exigía el reto de enfrentarse a un libro tan difícil como este, sea el resultado de dos años de trabajo en los que las traductoras se empeñaron en conseguir “un texto poético independiente y válido por sí mismo, conservando el máximo de su valor estético.”

Dos ejemplos entre muchos otros posibles: este verso magnífico de Amanece en el puerto: Tercamente te llega, al dormir, una ola, que da idea de la musicalidad de la traducción.

O los cuatro versos que cierran Atlántida, la última parte:

¡Una sola Canción, un Puente hecho de Fuego! ¿Es Cathay,
Empapa la piedad la hierba ahora, cercan los arcoiris
La serpiente y el águila en las hojas?...
Susurros en antífona bailan en el azur.

Santos Domínguez