20/10/15

Escenas de medicina imaginaria


Emmanuel Venet.
Escenas de medicina imaginaria.
Traducción de Fernando Sánchez Pintado. 
Pasos perdidos. Madrid, 2015


Estábamos a mediados de los años sesenta y en aquella época se necesitaba un mes largo para fabricar unas gafas. Una tarde de otoño después del colegio fui a buscarlas con mi madre. Por supuesto, aún tuve que leer una hilera de letras pequeñas en un tablero y vivir una experiencia perceptiva interesante, aunque esta vez en un decorado excepcional, se trataba de una tienda desconocida y unos rostros nuevos. De repente descubrí todo, desde el paisaje hasta el suelo por el que andaba; ahora veía la gravilla y el bordillo de granito, todo lo que hasta entonces no era más que charcos grises sin contornos. Fascinado, alcé la vista hacia mi madre para comunicarle mi alegría, y la sorpresa me dejó sin habla: por primera vez la veía, ya no era una mancha rosa envuelta en un halo amarillo, sino una cara de verdad con nariz, boca, ojos y expresión. Además, era de una belleza deslumbrante: fue mi camino de Damasco y la apoteosis de mi crisis edípica. 

Es un fragmento de Miopía, uno de los treinta y tres capítulos del Vademécum de semiología médica que Emmanuel Venet presenta como la primera de las cuatro partes que integran sus espléndidas Escenas de medicina imaginaria que publica Pasos perdidos con traducción de Fernando Sánchez Pintado. 

Inclasificables y divertidas, ingeniosas y nostálgicas, estas escenas breves abordan diversas enfermedades no a la manera de un tratado de patología como los que seguramente estudió su autor, psiquiatra, durante la carrera; sino a través de relatos construidos desde el recuerdo de la percepción emocional infantil de las enfermedades y los enfermos.

Con una importante carga autobiográfica que se alimenta de los recuerdos de la infancia más que de los tratados de sintomatología clínica, lo que importa aquí es el rostro humano y cotidiano de la enfermedad, el misterio de las palabras que designan sus variantes y encienden la imaginación, entre la sabiduría popular que da la experiencia y el conocimiento científico de las distintas patologías. 

Humor, lucidez e ironía en unos textos intensos que se mueven entre la seriedad y la risa, entre la nostalgia de la mirada inocente y la mirada a la muerte al fondo, con una escritura siempre brillante y llena de sorpresas, a veces cercana a la poesía. Escribe en Saturnismo:

En las salas de espera de los hospitales y de los pediatras hay carteles que avisan del peligro de las viejas pinturas. Una extraña tristeza te invade al verlos; su fealdad y mal gusto son un insulto para Saturno y sus satélites. Hayque mirar a través de ellos para encontrar la brillante canica y sus anillos, el arrebato de locura de Goya y las promesas incumplidas de Verlaine, el precio que hay que pagar a Saturno que canta Brassens  y el orden ficticio de la biografía de Levi. Sólo entonces, al igual que se acentúa la distancia entre el azul y el negro, se impone la necesidad de devolver a la medicina la parte de poesía que tanto se resiste a aceptar.

Con esa voluntad explícita de devolver a la medicina la parte de poesía que tanto se resiste a aceptar, las Escenas de medicina imaginaria surgen de una mezcla de ternura y desconsuelo y construyen un libro agridulce que ofrece la representación emocional de la enfermedad con textos como este sobre los traumatismos craneales: 

Lo más extraño es que incluso los supervivientes de un traumatismo craneal generalmente no pueden dar ningún testimonio. Su vida se ha quebrado en una fracción de segundo y durante esos instantes no les pertenece, el ángulo de ruptura se vuelve punto de fuga fuera del cuadro, y concentra toda perspectiva más allá de la conciencia. Se cuenta que Pierre Nicole evitaba andar por las aceras por miedo de que le cayera una teja en la cabeza. A lo mejor lo que más temía era sobrevivir al golpe.

En las tres partes restantes, Venet aborda unos imaginativos Primeros esfuerzos para un tratado de las ondas, el autobiográfico Neurosis pianística que hunde sus raíces en el complejo de Edipo y elabora en la parte final el estupendo Indeterminación terapéutica desde la evocación de la figura de un pediatra que aconsejaba despreciar los síntomas como la mejor manera de curar las enfermedades, aunque pese a todo y por si acaso se habla de las posibles terapias: radiaciones y medicamentos, jarabes y vendas, inyecciones y tisanas, perfusiones y cirugía.

Nuestro padre, por su parte, estaba convencido de que preocuparse por los síntomas los convertía en mortales y, por tanto, despreciaba drásticamente los suyos: lumbago, toses, dolores de estómago. 

Un conocido nuestro, un cincuentón que hacía deporte y llevaba una vida moderada, tuvo un bajón después de cenar. Decidió echarse el momento; al rato su mujer fue a acostarse y se encontró con un cadáver. Me acuerdo de él cuando el cansancio me pesa demasiado y me obliga a hacer un enorme esfuerzo de desprecio. En cuanto uno baja la guardia, los dramas se producen con tal rapidez, los corazones dejan de latir con tal facilidad…

Hay en este espléndido breviario algo de relato iniciático, de evocación del descubrimiento del mundo y el deslumbramiento de lo secreto, de los demás y de uno mismo en las convalecencias:

Debo a las anginas el descubrimiento de las horas muertas: la calma deliciosa que deja tras de sí el barullo de la mañana, el ritmo tranquilo de la compra y de las tareas domésticas, el ligero aburrimiento de las horas de sobremesa. Tesoros que me eran arrebatados al final de la tarde cuando regresaban los ausentes y con ellos el ritmo de la vida ordinaria. A partir del segundo día tenía que exagerar un poco para no perder demasiado deprisa las ventajas que me proporcionaba esa situación. Fingía una inmensa fatiga, hacía muecas al tragar, intentaba no mostrar un excesivo ardor cuando jugaba. Terminaba a mi pesar por acceder a curarme, a recuperar las clases y finalmente a sumergirme sin alegría en el torbellino.

Santos Domínguez