6/4/18

Wallace Stevens. Poesía reunida


Wallace Stevens.
Poesía reunida.
Edición de Andreu Jaume.
Traducciones de Andrés Sánchez Robayna,
Daniel Aguirre y Andreu Jaume.
Lumen. Barcelona, 2018.

La palmera al final de la mente,
pasado el último pensamiento, se eleva
en la decoración de bronce,

un pájaro de dorado plumaje
en la palmera canta, sin significado humano,
sin sentimiento humano, un extranjero son.

Sabes entonces que él no es la razón
que nos hace felices o infelices.
Canta el pájaro. Sus plumas brillan.

La palmera se alza al borde del espacio.
El viento pasa lento por las ramas.
El plumaje del pájaro, forjado a fuego, queda colgando.

Ese magnífico poema de Wallace Stevens (1879-1955), Del mero ser, con traducción de Daniel Aguirre, es uno de los últimos de sus Poemas tardíos, que forman parte de la edición bilingüe de su Poesía reunida en Lumen y preparada por Andreu Jaume, que señala en su Introducción que ese texto, escrito en el hospital pocos días antes de morir, “se ha convertido en la cifra de su obra y en su última visión.”

Este espléndido volumen, que no recoge la poesía completa de Wallace Stevens, sino “su corpus esencial, así como el grueso de todos sus aforismos”, como señala Andreu Jaume, incorpora algunos de los poemas traducidos por Andrés Sánchez Robayna en De la simple existencia, la antología que publicó Galaxia Gutenberg en 2003, así como los libros completos Ideas de orden, La roca y Poemas tardíos, traducidos por Daniel Aguirre, al  igual que los Aforismos completos, todos ellos en Lumen.

Se añaden como novedad fundamental dos libros imprescindibles del poeta norteamericano: Notas para una ficción suprema y Las auroras de otoño, con las traducciones de Andreu Jaume, que explica que “la poesía de Wallace Stevens – que “a diferencia de otros poetas de su generación, apenas participó en la sociedad literaria, a la que era alérgico”- es ya uno de esos monumentos de la literatura occidental a los que el tiempo no puede erosionar. Esa consistencia coriácea se debe a algo que muchos juzgan un defecto y que tiene que ver con su impersonalidad y con la renuencia a explicitar cualquier referencia concreta a la vida ordinaria. (...) Haciendo un esfuerzo por distanciarnos del siglo XX y ampliar la perspectiva histórica, se podría decir que su obra, como antes el Cantar de los cantares, las Olímpicas de Píndaro o el Cántico de San Juan de la Cruz, no dice ni resuelve propiamente nada, no ayuda a entender ninguno de los conflictos que suele abordar la poesía dramática, sino que tan solo celebra y canta el lenguaje, refleja el tránsito de las estaciones y el paso gozoso del tiempo, saluda, invita y resiste, testimonio de una cualidad lingüística que está más allá de la comunicación y del comercio, sin dejarse domesticar por ninguna interpretación definitiva, mientras persiste en su ‘constante sacramento de alabanza’.”

Heredero del Romanticismo inglés y del Simbolismo francés, entroncado estéticamente con la pintura impresionista y con el cubismo, Stevens (1879-1955) fundió en su poesía lo universal y lo local, la palabra y la mirada, lo concreto y lo abstracto, lo sensorial y lo intelectual para hacer visible lo oculto y ocultar lo visible, de manera que lo visible se hace más difícil de ver y a la vez el poema aspira a la revelación de lo invisible. Por eso Andreu Jaume habla en su introducción de “la concepción bautismal del lenguaje que puede volver a nombrar el mundo” en Wallace Stevens, para quien “muchas veces el poema consiste en una mera combinación y complicación de palabras que van creando una atmósfera y que producen al final el efecto de un encantamiento.” 

Toda su poesía, sutil y visionaria, ambiciosa y difícil, abstracta y a menudo impersonal -lo que Stevens denominaba ‘el poema de la mente’- está influida por sus lecturas filosóficas y por sus intereses plásticos y aspira a expresar con la imaginación las relaciones entre el hombre y el mundo. La imaginación se convierte en un arma poética fundamental: el poder del hombre sobre la naturaleza, el instrumento que ordena el caos.

Sus textos irracionalistas e imaginativos resisten el asedio de la razón y las interpretaciones lógicas, porque –como escribió en uno de sus aforismos- “un poema no precisa de significado y, como la mayoría de las manifestaciones de la naturaleza, con frecuencia no lo tiene.”

Porque un poema es para Wallace Stevens una exploración del mundo, otra forma de pensamiento y de conocimiento, una indagación en la capacidad reveladora del lenguaje y un diálogo entre la realidad y la imaginación. No se trata por tanto de nombrar la realidad, sino de descubrirla con el poema. Un poema que no debe proponer ideas sobre la cosa, sino llegar a la cosa misma, como había dejado escrito en el título del último poema de La roca.

Poeta tardío, Stevens publicó  a los cuarenta y cuatro años su primer libro, Armonio (1923), que contenía un mundo poético propio y una voz lírica personal que brillaba especialmente en el poema Mañana de domingo, cuya primera sección termina con esta estrofa:

El día es como un agua ancha y silente, 
inmóvil ante el paso de su pie soñador 
sobre los mares, hacia la calma Palestina, 
dominio de la sangre y del sepulcro. 

La armonía del mundo que refleja este poema en el que la muerte es la madre de la belleza se convertirá en uno de los signos característicos de la poesía de Wallace Stevens.

Ideas de orden (1935) es el más discutido e irregular de sus libros, pero ocupa un lugar central en su trayectoria poética. En sus páginas figura un texto considerado por la crítica como uno de los grandes poemas del siglo XX, La idea de orden en Cayo Hueso. En él resumía el poeta su misión en el mundo: manía del artífice por ordenar palabras de la mar.

En Notas para una ficción suprema (1942) Wallace Stevens sustanció poéticamente su proyecto creativo, que concibe la poesía como una forma de ficción suprema y como conciencia existencial del lenguaje que permite pensar y expresar la realidad a una nueva luz: 

De ahí surge el poema: de que vivimos en un espacio 
que no es nuestro y, aún más, ni nosotros mismos 
y es duro a pesar de los días blasonados.

Con Las auroras de otoño se inicia en 1950 su estilo tardío, más transparente y marcado por la cercanía de la muerte, que tiene en este libro una presencia decisiva:

Un viento extenderá su agitada grandeza alrededor 
y golpeará como la culata de un rifle contra la puerta. 
Les dominará el viento con sonido invencible. 

En La roca (1954), el último libro que completó Wallace Stevens, sus poemas intensos y otoñales están escritos con una mirada casi póstuma que se sitúa más en la otra orilla (vigilia dentro de un sueño) que en esta. Así lo refleja uno de los poemas más intensos del libro, Largos y tardos versos:

Qué poco importa, pasados con mucho
los setenta, dónde uno mire, uno ya ha estado allá.
(...)
Vagabundo, esta es la prehistoria de febrero.
La vida del poema en la mente aún no ha comenzado.

Aún no habías nacido cuando los árboles eran cristal
ni has nacido ahora, en esta vigilia dentro de un sueño.

Y ya en los treinta Poemas tardíos, póstumos, todo lo llena el tiempo, la sensación de destrucción, la pregunta sobre el pasado que se plantea en el terminal Cuando sales del cuarto:

Yo me pregunto: ¿habré vivido una vida de esqueleto, 
como un descreído de la realidad, 
un compatriota de todos los huesos del mundo?

De esa sensación de vacío le salva la creación, la función redentora de la poesía y la imagen, que da sentido al mundo y a la vida del poeta:

La imagen debe ser de la naturaleza de su creador.
Es la naturaleza de su creador acrecentado, 
elevado. Es él de nuevo en una refrescada juventud.

El centro del libro lo ocupa un memorable poema largo, La vela de Ulises, (símbolo de quien busca, cruzando por la noche /el gigantesco mar), que es una poderosa meditación sobre el lugar del poema, sobre el conocimiento y la búsqueda (la sensación que uno tiene de un sitio sencillo / es lo que uno conoce del universo), sobre el mundo y la creación poética que resume al mejor Wallace Stevens. Uno de esos poemas potentes que justifican toda una obra y explican el papel fundamental de su autor en la poesía del siglo XX.

Cierran el volumen sus Aforismos completos, tomados de los Adagia de Sur plusieurs beaux sujects, de Materia poética y de diversos cuadernos de notas que cumplen una función parecida a la de los cuadernos de campo del naturalista y en los que Wallace Stevens fue recogiendo durante más de veinte años sus ideas estéticas:

Toda poesía es poesía experimental.
El poema es una naturaleza creada por el poeta.
La poesía es una búsqueda de lo inexplicable.

Son textos breves que dicen mucho del universo literario de su autor, de su reflexión constante sobre la poesía, la música, la pintura o la filosofía, de sus intereses creativos o ideológicos, convocados en sus propias palabras o en citas ajenas que el escritor hace suyas al incluirlas, comentadas en ocasiones, en esos cuadernos de trabajo de un poeta imprescindible.

Santos Domínguez