2/5/18

Philippe Claudel. Sobre algunos enamorados de los libros


Philippe Claudel.
Sobre algunos enamorados de los libros.
Traducción de Lluís Maria Todó.
Minúscula. Barcelona, 2018.

Sobre algunos enamorados de los libros a quienes fascinaba la literatura y que aspiraban a convertirse en escritores pero no lo consiguieron por diversas causas relacionadas con las circunstancias, con el siglo en que nacieron, con su carácter, debilidad, orgullo, cobardía, molicie, bravura, o incluso con el azar, que hace de la vida un juguete y de nosotros, en sus manos, tan solo diminutas criaturas, vulnerables y taciturnas.

Ese es el título completo del libro de Philippe Claudel que publica Minúscula en su colección Tour de force, con traducción de Lluís Maria Todó.

Una agridulce fantasía borgeana compuesta de cien textos breves y agudos sobre las víctimas de la literatura, sobre escritores frustrados, derrotados por la página en blanco o por la falta de talento, como “ese que deseaba ser olvidado y lo consiguió” o como “aquel que se convenció de que para convertirse en escritor bastaba con quererlo.”

Sobre algunos enamorados de los libros es un divertimento narrativo construido con imaginación e inteligencia, humor y poesía, crueldad y belleza, una galería de retratos breves que se mueven siempre entre lo cómico y lo patético, una historia universal de los fracasos literarios en sus distintas variantes.

Y un desfile de seres solitarios y extravagantes que viven en los márgenes de la literatura: el que vivía cerca de Esmirna y se despertaba cada mañana con una novela en la cabeza, el poeta escocés destripador de colegas, el japonés tímido que devoró en tres bocados un libro de haikus, un afilador de lápices en espera de inspiración, un escritor tartamudo o el que soñaba novelas que ya se habían publicado, el novelista que asesinaba académicos para ocupar su puesto...

Y hasta alguna lectora como la que “solo hacía el amor con escritores, con la esperanza de dar a luz a un libro. Lo único que consiguió fue quedarse embarazada de mellizos, de los que decidió abortar, pues no quería correr riesgos y no sabía si el padre era un poeta alcohólico o un escritor de novelas de terror.”

Son algunas de las criaturas que recorren estas páginas que se abren con la evocación del suicida Virgile Maubert, novelista frustrado e incomprendido por su mujer, que “deseó durante su breve paso por la tierra unirse a la comunidad de los literatos”, esas “criaturas que pensaban que lo que surgía de su cerebro y se traducía en un ensamblaje de palabras podía servir a la humanidad. Consolarla, emocionarla, iluminarla. Muchas cosas se perdonaron al pecado de orgullo que animaba a aquellos seres. Se les escuchó con atención. A veces fueron homenajeados. Se dio su nombre a las avenidas. Se esculpieron en mármol y bronce sus rostros y sus manos. Fueron admitidos en los más importantes diccionarios, en las enciclopedias. Era justo que sus esfuerzos se vieran prolongados en algún eco. Pero en verdad, tan solo sirvieron para distraer a los mortales de su época. Y sus libros son como mudas que caen en los siglos ciegos y sordos. Porque nada cambia jamás al hombre.”

Virgile, pese a todo, quiso ser uno de ellos. “No lo consiguió. No fue el único ni el primero.”

Santos Domínguez